Si el presidente escuchara y quisiera honrar de verdad el lema que lo llevó y lo mantiene en el poder, tendría que rectificar varios de sus cursos de acción. Empezando por la muy mal llamada política social del gobierno que no ha sido otra cosa que una caja de dispersión de dinero. En aras de repartir lo que sea, se han vulnerado las bases fundamentales de la verdadera igualdad: (i) la garantía plena de los derechos sociales, (ii) la protección social al trabajo; y (iii) el ingreso derivado del empleo bien remunerado.
Los derechos no se compran en la esquina con tres pesos mal asignados que, además, seguirán valiendo cada vez menos por la inflación. En aras de porfiar en esa lógica asistencial —mucho más parecida a un dispensario de iglesia que a una política pública igualitaria— se ha debilitado a la administración pública y se han precarizado los derechos a la salud, a la educación, a la vivienda, a la movilidad y al ambiente. Dirán misa —como de hecho lo hacen—. pero las consultas médicas y la distribución de medicamentos se han caído en picada; la calidad y la cobertura efectiva de la educación han retrocedido y han dejado de ser un motor de igualdad; y la gran mayoría de las y los mexicanos sobrevive en el sector informal de la economía con salarios de hambre y sin protección social. Esa es la verdad pura y dura.
Siguiendo los cánones y hasta las palabras de Ronald Reagan —quien afirmó, apenas llegando al poder: “el gobierno no es la solución: el gobierno es el problema”— el presidente López Obrador no sólo ha renunciado a fortalecer el mandato de la administración pública sino que la ha llevado a la inanición con el cuento de los hermanos de la orden franciscana. De la izquierda europea aprendimos hace más de un siglo que los países tienen el Estado del bienestar que se pueden pagar, siempre que tengan una política fiscal progresiva: que paguen más los más ricos, pero no en la lógica absurda de convertir ese dinero en piscacha para los pobres, sino para robustecer las capacidades del Estado con el propósito de garantizar los derechos que realmente los sacarían del atolladero en que viven. Lo ideal sería que no hubiese un solo peso del erario que no se justificara sino en función de esas garantías.
El gobierno ha preferido, en cambio, no cobrar más impuestos y ha optado por distorsionar el sistema fiscal con el único objetivo de tener liquidez para seguir repartiendo lo que el propio presidente llamó alguna vez: frijol con gorgojo. De otra parte, ha renunciado a regular los mercados privados para enfrentar la informalidad y exigir de las empresas un compromiso inequívoco (no retórico sino tangible) con el salario remunerativo y la protección social de los trabajadores. Con este gobierno, los más ricos han acrecentado sus capitales, la clase media ha perdido ahorro y movilidad, y los pobres no sólo son más, sino que además son más pobres. Anticipo el mantra obsesivo: con el neoliberalismo las cosas no eran mejores. Es verdad, pero el país no cambió de gobierno para estar peor. Sin reforma fiscal, sin regulación del mercado y sin protección al trabajo, no hemos presenciado sino la expansión del capitalismo en su versión más salvaje: el que funciona al margen de cualquier intervención del Estado.
La retirada del Estado en nombre del poder de una sola persona —con el otro cuento de la supuesta eliminación de los intermediarios mafiosos— ha auspiciado la fiesta del crimen organizado y el incremento sistémico de la corrupción. El ejército y la violencia están mucho más presentes que durante la noche neoliberal y las escaleras no se están barriendo ni arriba ni abajo: la corrupción es la misma. Por el bien de todos, necesitamos un gobierno que opte honestamente por la igualdad.
Investigador de la Universidad de Guadalajara