Jorge Zepeda Patterson
Hay rabia y frustración en México, y podemos verlo en las cada vez más numerosas exhibiciones de violencia que sacuden al país. El público de un estadio víctima de la furia de un centenar de salvajes, brigadas negras del movimiento feminista dispuestas a quemar edificios y destruir mobiliario público, normalistas capaces de poner en jaque la economía y el transporte de una región, vecinos indignados de una comunidad que se sienten con el derecho de arruinar el día de los conductores de miles de autos y camiones. Y no nos estamos refiriendo a la delincuencia común o a la brutal ferocidad de los cárteles tan presentes en la vida diaria en amplios territorios del país. Hablamos de la violencia que parece acumularse y estalla entre la población con creciente frecuencia.
Hay mucha gente enojada en México y demasiadas personas que no creen que las instituciones estén resolviendo sus querellas. Demasiadas experiencias frustradas, abusos recibidos, corrupción y privilegios siempre en detrimento propio y en favor de los poderosos, ricos o influyentes. En tal situación, basta la mínima oportunidad o pretexto y el anonimato que confiere el grupo, para que un número cada vez mayor de mexicanos acuda a la violencia, sea para resolver su problema in extremis o simplemente para expresar su frustración con cargo a otros.
Las razones de fondo son muchas, pero todas convergen para hacer de nuestra geografía un campo minado. Desigualdad social y falta de oportunidades, ausencia del estado de derecho, corrupción. Los más desfavorecidos están convencidos de que la naturaleza del agravio no solo les da el derecho moral a manifestarse violentamente, algo que sabían desde hace mucho; ahora, además, tienen conciencia de que pueden hacerlo sin ninguna o escasa consecuencia. La ley que no se ejerce para quien pueda pagarla, tampoco se ejerce para quien actúa en número.
El gobierno ha decidido no responder, salvo en situaciones límite. Entiende que la mera represión de estos exabruptos sociales, sin atender a las razones de fondo, no solo no resuelve los problemas; en determinados contextos, incluso, la confrontación con las fuerzas de seguridad y las inevitables víctimas que eso arroje podrían desencadenar estallidos sociales de consecuencias impredecibles. Y en abono a esta prudencia habría que decir que, en efecto, han proliferado tomas, ocupaciones y encontronazos, pero ninguna se ha convertido en detonante de un levantamiento de mayor trascendencia.
Sin embargo, en la medida en que tampoco hay condiciones para resolver los problemas de fondo (desigualdad e injusticia social, impunidad y ausencia de estado de derecho), la estrategia de inacción comienza a no alcanzar. Hay un riesgo en el hecho de que no exista un mínimo de reglas del juego para resolver los conflictos; sin tales acuerdos básicos, la vida pública puede convertirse en una rebatiña con sabor al viejo oeste, en la que cada actor social resuelve su problema al margen de la ley y en exclusiva consideración a su interés particular y afectando a terceros, sin consideración, y en ocasiones a contrapelo, del bien común. Obvio decir que a la larga son escenarios en los que la sociedad en su conjunto sale perdiendo: la toma de una caseta resuelve la necesidad económica de un puñado de muchachos pero impone costos millonarios a la sociedad; el otorgamiento de un servicio público a una comunidad que se ha violentado simplemente convence a otra docena de hacer lo mismo. Al final el gobierno se ve obligado a responder al margen de cualquier planeación o racionalidad de recursos y comienza a actuar en atención a la capacidad que cada grupo tenga para infligir daño al resto. En última instancia una especie de ley del más fuerte, medida en capacidad de generar violencia.
El triunfo de Andrés Manuel López Obrador en 2018 constituyó un factor de estabilidad política enorme, toda vez que ofreció una salida pacífica a la inconformidad de las mayorías desfavorecidas. Que hayan encontrado en las urnas una expresión para canalizar su molestia no es poca cosa. Pero el efecto esperanzador ha comenzado a diluirse, a perder su capacidad de contención de la rabia social. Y no necesariamente porque estén desengañados del Presidente; AMLO mantiene altos niveles de aprobación en esos sectores. Más bien parecería que muchos de ellos se han convencido de que su presidente mantiene las buenas intenciones y sigue buscando el cambio, pero los intereses creados (la mafia en el poder, como diría la jerga obradorista) impiden cualquier avance significativo. López Obrador está con ellos, pero los funcionarios de abajo, las autoridades locales y los poderosos de siempre siguen igual de coludidos. De allí la legitimidad de cada cual para intervenir en la resolución unilateral de su conflicto. Y ciertamente el lenguaje polarizado del Presidente y el recordatorio diario de la perversidad de los conservadores refuerza esta visión de confrontación a nivel de la base. Su propio agravio los impulsa, la narrativa presidencial los legitima.
El resultado es una extraña combinación en la que la fuerza política del Presidente no se debilita, pero la paz social se desdibuja y el ambiente económico se polariza y termina desacelerando la inversión y el crecimiento. De no modificarse las cosas el balance del gobierno de la transformación habrá sido pírrico: el Presidente se irá a su casa satisfecho de ser amado por las mayorías pero con las ilusiones truncadas por no haber hecho una diferencia en la vida de los pobres, la corrupción o el crecimiento.
Imposible predecir los alcances de está violencia social. Quizá sin pandemia las propuestas y reformas de la 4T podrían haber alcanzado a mejorar la condición de los pobres y mantener la esperanza viva en la posibilidad de un cambio. Quizá si el Presidente no hubiera escogido la confrontación, la crispación social sería menor. Lo que está claro es que hay un riesgo de que los estallidos de violencia social sigan proliferando y el sistema profundice su inoperancia.
Ante ello solo alcanzo a ver dos salidas. Una, que este deterioro se sostenga sin consecuencias mayores hasta que arribemos a un obradorismo más conciliador, capaz de concitar a los actores sociales a respetar reglas de convivencia mínimas y reactivar la economía. O dos, que los votantes terminen cayendo en la tentación de ceder ante una propuesta autoritaria, es decir, un gobierno represivo. Las autollamadas fuerzas democráticas, aglutinadas en partidos políticos de oposición y algunas organizaciones de la sociedad civil, siguen pasmadas ante el fenómeno de AMLO, incapaces de ofrecer alternativas al país de las mayorías empobrecidas que no parece estar dispuesto a conformarse hasta que sus demandas sean atendidas. Pocas salidas ante una rabia que amenaza con desbordar a México y sus precarias instituciones.
Jorge Zepeda Patterson
@jorgezepedap