Denise Dresser
Qué desazón cuando Donald Trump clasificó a los inmigrantes provenientes de México como «bad hombres», a quienes juzgó como moralmente inferiores y socialmente deleznables. Qué desilusión cuando Beatriz Gutiérrez Müller hace algo similar, refiriéndose a los «malos mexicanos que por lo común ignoran las mejores causas históricas (…)».
O el desconsuelo que provocan los senadores de Morena al afirmar que quienes se oponen a AMLO y la 4T, no son más que un puñado de mercenarios, traidores a la Nación, a la patria y al pueblo. O la desolación que produce el presidente de México al descalificar a cualquier crítico como golpista. Y en la misma semana, El Fisgón -monero que también encabeza el Instituto de Formación Política de Morena- habla del «golpe blando» que la derecha y el gobierno estadounidense preparan contra el gobierno y contra el país. Así, los monopolistas de la moral se adjudican el papel de porteros: deciden quién es patriota y quién es traidor, quién está con el pueblo y quién lo saquea, quién pertenece a México y quién no tiene legitimidad para actuar o escribir o participar aquí.
Sólo los ideólogos del pensamiento único reducen la pluralidad del país a dos bandos, y definen en qué ghetto encerrarte. Sólo los arquitectos del apartheid clasifican a los seres humanos en grupos, y defienden los perímetros de la pertenencia. Los episodios más vergonzosos de la historia han sido protagonizados por personas con poder que establecen las bases de la inclusión o la exclusión; que designan los requisitos para formar parte de la Nación, y cuáles derechos tendrás o perderás. El México de la Cuarta Transformación está repleto de custodios de la autenticidad. Si eres un mexicano «bueno» recibirás publicidad oficial, programas en el Canal 11, acceso al picaporte de Palacio Nacional, contratos, concesiones, halagos presidenciales y todos los privilegios que acompañan a quienes están cerca del poder. Si eres un mexicano «malo» el SAT te exhibirá, la UIF te perseguirá, el Presidente te difamará, y los caricaturistas te regañarán por hacerle el juego a la derecha y permitir que te usen, como le ha sucedido a Carmen Aristegui.
Los gendarmes de la 4T no parecen preocupados por la militarización, o la violencia, o los feminicidios, o los conflictos de interés, o la ampliación de privilegios, o la descalificación sistemática de los medios, o la protección presidencial a acosadores y violadores, o el aumento de la pobreza, o la regresión medioambiental, o la corrupción de los cercanos, o la impunidad de los mismos oligarcas de siempre. Su tarea es separar a los fieles de los infieles, a los puros de los intrusos. Y con los «impostores», usan una vara de medición que jamás aplican para sí mismos. Lo que era conflicto de interés con la Casa Blanca, es intromisión en la vida privada con la Casa Gris. Lo que era crítica legítima a Calderón es golpe híbrido a López Obrador. Lo que eran logros del periodismo independiente al revelar la «Estafa Maestra», son vicios de la prensa mercenaria y chayotera al exhibir el trato privilegiado a Vidanta. Lo que antes era exigencia legítima ahora es golpismo antipatriótico. Los policías del Presidente también son jueces, jurados y verdugos de la mexicanidad.
Los «buenos» mexicanos creen que AMLO encarna a la Nación, al Estado y al pueblo; los «malos» piensan que es sólo es un Presidente que debe actuar dentro de los límites de la ley. Los «buenos» mexicanos creen que Claudia Sheinbaum y los gobernadores tienen derecho a violar la legislación electoral que su propio partido impulsó; los «malos» piensan que esas son las reglas que Morena contribuyó a crear y debe jugar con ellas. Los «buenos» mexicanos conciben a la democracia como ejercicio de participación directa, ejemplificada por consultas y ratificaciones; los «malos» piensan que también requiere contrapesos, división de poderes, autonomía del Poder Judicial, transparencia y rendición de cuentas para poder funcionar. Pero los «malos» son definidos como tales por el oficialismo, que busca negar la complejidad, ignorar la variedad, e imponer el arquetipo del patriota: ellos. Y ellos, al señalar a los que disienten como traidores, aplanan el paisaje para que se vuelva un campo de batalla, donde ya no hablamos. Gritamos, y nadie escucha. Porque en Palacio Nacional están demasiado ocupados decidiendo a quién mandan al paredón.