Juan José Llanes Gil del Ángel
Muy en la lógica del actual régimen, el gobierno de Veracruz recurre a la estrategia usada desde el Palacio Nacional cuando el Poder Judicial Federal determina que tal o cual acto de autoridad violenta Derechos Humanos: acusar a los jueces de corrupción.
La premisa es muy simple en realidad: si los jueces fallan en contra de los intereses del gobierno, son corruptos. Si les dan la razón, es porque la tenían. Creo que los ciudadanos de a pie somos los únicos que tenemos la potestad de cuestionar las decisiones de cualquier orden o nivel del gobierno.
Pero cuando se aduce desde el Poder Ejecutivo que otro Poder (el Judicial Federal), fue influido por otro Poder de la Unión (el Legislativo), no se está en presencia de una simple crítica ni de un ejercicio de libertad de expresión, porque asegurar que hubo tráfico de influencias desde el Senado para beneficiar a un particular (Del Río), mina y erosiona la confianza pública en las instituciones.
La perspectiva de los gobernantes, ahora, es que pueden presentarse con dos camisas: la del funcionario y la del ciudadano que ejerce su libertad de expresión, aunque para externar opiniones personales se use el aparato del Estado.
Creo que ningún servidor público puede separarse de su investidura a voluntad: lo que dice cualquier gobernante (incluso cuando asegura que opina «a título personal»), no deja de ser la postura de quien ocupa un cargo público.
La prudencia política, entonces, en casos como el amparo concedido a Del Río Virgen, debiese conllevar a que -simplemente- se dijera que el fallo del juez federal está subjúdice, que quizás sea impugnado («quizás» porque, además, eso corresponde a otro órgano estatal, supuestamente autónomo: la Fiscalía General del Estado), pero que, en cualquier caso, la decisión del Poder Judicial Federal será acatada en sus términos. La separación de poderes es el costo que tienen que cubrir los gobernantes cuando se vive en una República…
Suponer que los jueces deben conducirse como mozos, y que merecen ser regañados, acusados y linchados cuando ejercen una función de control constitucional que no favorece a los intereses del Poder Ejecutivo, es el equivalente a cuestionar los cimientos mismos de una República que -como la nuestra- se construyó con un gran costo de vidas en el siglo XIX, de la mano de esos liberales que -quienes gobiernan actualmente- pregonan tanto admirar.
Acusar de corrupción a un juez implicaría que -previamente- se analizó su fallo y que éste se entendió a cabalidad; exige que se detallen con toda precisión las razones por las cuales se considera que el juzgador se equivocó, y demanda que se demuestre porqué ese yerro excede el simple error judicial y se traduce en un acto de corrupción. En los últimos años he visto fallos judiciales atroces; también otros que me parecen impolutos. En uno u otro caso, estimo que mi deber (antes de externar una opinión) es analizarlos a la luz del Derecho, no de mis vísceras o de mis intereses.
En cualquier circunstancia, aún en el caso de que estime que una decisión judicial es rotundamente errónea, entiendo que hay medios de impugnación, y si esa decisión (que estime equivocada) emana de un órgano terminal, debe acatarse, sea como sea.
Pero si el cuestionamiento proviene de otro órgano del gobierno, la crítica y el denuesto exceden la imprudencia: son actos lesa Estado.