“Cuida que tus palabras sean siempre dulces,
por si algún día te las tienes que tragar”
Arturo C. Duarte
Por Aurelio Contreras Moreno
Aunque siempre hubo indicios claros de mucho de lo que pretendía hacer la “4t” si arribaba al poder, tampoco puede decirse que aspirar a cambiar el estado de las cosas como estaban en México fuera un error de la ciudadanía.
La corrupción rampante, la violencia incontenible, la desigualdad, la ausencia de oportunidades, eran parte de una realidad que provocó un entendible y justificado hartazgo social que se gestó y venía manifestándose en mayor o menor medida desde varios años antes, pero que en 2018 encontró un punto de ebullición que llevó a una sociedad dolida y víctima de sistemáticos abusos y constantes decepciones a decidir quebrar al sistema, con la esperanza de un cambio en la manera de conducir al país.
Eso fue lo que representó para millones la figura de un Andrés Manuel López Obrador que, sin ofrecer nada del otro mundo más que “acabar con la corrupción”, funcionó como una válvula de escape que, para quienes no analizaban con mediana profundidad su discurso y actitudes, significaba una esperanza real de un México más justo y equitativo. Por eso tanta gente le brindó su confianza en ese momento.
Más allá de si podía saberse o no que esa esperanza terminaría convirtiéndose en una pesadilla –los datos duros hablan por sí mismos-, y de que como ciudadanos cada quien debemos asumir la responsabilidad de nuestras decisiones, no puede perderse de vista que la realidad ha superado por mucho a los peores augurios respecto de lo que el actual grupo en el poder haría con el país. Y eso es algo que hay que reclamar directamente a quienes, con disfraz de justicieros, se han dedicado a demostrar que no eran diferentes y que llegaron a hacer exactamente lo mismo que quienes les antecedieron. Y hasta cosas peores.
Poco más de tres años después de que tomaron las riendas del país, no hay un solo indicador que demuestre mejoría en la calidad de vida de los mexicanos. El sistema de salud es un desastre –más allá de la pandemia-, la violencia está peor que nunca –este sexenio superará las cifras históricas de homicidios-, la libertad de expresión está bajo acecho –de los criminales y de las propias autoridades-, existe un enorme retroceso a partir de la militarización del país –cuando en su discurso juraban que los soldados regresarían a los cuarteles- y la economía sufre su peor momento de las últimas dos décadas.
Pero por si para todos estos pésimos resultados encontraran alguna justificación –más bien pretextos, que nunca le faltan a la pretendida “cuarta transformación”-, lo que resulta insoportable es verlos regodearse en la simulación, la demagogia y la corrupción. Precisamente, el corazón del discurso que los llevó al poder.
Contratos millonarios sin licitar para los amigos, los compadres y los cómplices; subejercicios para financiar obras que son barriles sin fondo y que terminarán siendo inviables en el corto plazo, si no es que de inmediato; nepotismo y tráfico de influencias; intromisiones descaradas desde el poder en los procesos electorales, lo cual ya podríamos calificar como fraudes; y un ostensible endurecimiento del régimen contra los opositores y disidentes, a quienes amedrenta, acosa o de plano persigue torciendo la justicia, son ejemplos que abundan entre quienes aún intentan hacer creer que son “diferentes”.
Estamos hablando de actos de represión, de persecución a quien piensa distinto, de buscar uniformar la realidad a una única y oficial versión, de abusar del poder y darle un uso faccioso a las instituciones. Y por sobre todo, de corrupción, pura y dura, que solo pasó del “capitalismo de cuates” del anterior régimen a la “caquistocracia” populista y demagoga, el “gobierno de los peores, el poder controlado por ruines, maleantes, viciosos, ignorantes y ladrones”, como lo definió Martha Meier Miró.
A todos esos activistas de la llamada “izquierda progresista”, que clamaban en las calles por la defensa de los derechos de los oprimidos, de las mujeres, y de niñas y niños; que marcharon junto a los periodistas que exigíamos alto a la violencia y justicia para nuestros compañeros asesinados; que demandaban detener la militarización del país; que pedían transparencia y rendición de cuentas; que lucharon por ciudadanizar las instituciones; y que hoy desde posiciones de poder –así sea parados sobre un adoquín estrellado- y con un sueldo burocrático seguro, justifican todo lo que antes condenaban, cabe hacerles una pregunta:
¿Qué se siente convertirte en lo que (decías que) odiabas?
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