El presidente construyó su carrera con la fuerza de sus palabras. En Tabasco, lo que distinguió a Andrés Manuel López Obrador fue su capacidad para describir, denunciar, persuadir. En un entorno habituado a callar, a ocultar, a seguir la línea o en el mejor de los casos, a decir entre líneas, el joven de aquellos años destacó por la claridad con la que advertía sin matices sobre las carencias de sus paisanos y convertía el dolor y el agravio, en culpables y acción contra ellos.
Fue la fuerza de las palabras lo que le llevó a ser un líder notable. Había en ellas dos virtudes fundamentales: la denuncia y la seducción. De un lado, situaba a sus adversarios y desnudaba sus intenciones inconfesables: los buenos eran siempre muy buenos y los malos, muy malos; unos eran víctimas y los otros verdugos; de otro lado, creaba escenarios con una sola salida posible, sin alternativas ni medias tintas. Tras la descripción de los escenarios venía la convocatoria al todo o nada.
Alguien describió a ese joven como un Rey Midas de la política práctica: todo lo que tocaba lo convertía en conflicto y acción. Porque López Obrador no dudaba jamás (o no, al menos, en público). Fue por esos atributos que el ingeniero Cárdenas lo invistió como el líder que necesitaba para Tabasco, fue así como encabezó el movimiento de los campesinos que reclamaban a Pemex la destrucción de su forma de vida en los años setenta y que exigían indemnizaciones justas para resarcir el daño que les había sido infligido. Un movimiento que sería conocido como “la industria de la reclamación”, por el caudal de dinero que recibió; fue así como nació la secuencia de denuncias de fraude que comenzó tras su derrota como candidato al gobierno de su entidad; y fue así, también, como se enfrentó al presidente Fox desde el gobierno del entonces Distrito Federal.
Quien haya leído sus libros sabrá que esa misma mirada también recorre toda su obra. Las historias que cuenta son siempre un conflicto entre opuestos: buenos y malos que se enfrentan sin tregua pero que prometen, a la vez, paraísos de paz y armonía tras la victoria de quienes encabezan a los primeros. En esas historias los buenos persiguen principios y los malos defienden sus privilegios.
Nada ha cambiado en el imaginario retórico del presidente de la República. Cada mañana confirmo que esa forma de ver el mundo sigue vigente: la historia que se propone es la confrontación nítida entre buenos y malos y el arma más poderosa que esgrime el líder de las causas más nobles está en la fuerza de sus palabras: desde su mirador, nada es como realmente es sino como se enuncia, como se percibe, como se dice y quien lo dice.
Pero las palabras traicionan al gobernante cuando, fiel a su construcción lógica, todos empiezan a volverse enemigos y el caudal de palabras ya no alcanza para proponer paraísos de reivindicación porque, ahora, el enemigo ya no representa al Estado sino a muy amplios segmentos de la sociedad –a veces los periodistas, otras los académicos, otras las feministas violentas, otras los legisladores, otras los policías, otras los empresarios, otras los estudiantes de medicina–. ¿Quién es entonces el enemigo, quiénes los malos, a quiénes debe vencerse? Respondo: a todos y a cualquiera que se niegue a reconocer la potencia de la verdad que se dice y a quien se obstine en alegar la realidad de lo que se vive.
Malditas palabras, traidoras. Como escribió Octavio Paz: “Dales la vuelta/ cógelas del rabo (chillen, putas)/ azótalas/ dales azúcar en la boca a las rejegas/ínflalas, globos, pínchalas/sórbeles sangre y tuétanos/sécalas/cápalas/písalas, gallo galante/tuérceles el gaznate, cocinero/desplúmalas/destrípalas, toro/buey, arrástralas/hazlas, poeta/haz que se traguen todas sus palabras”.