domingo, noviembre 24, 2024

Un mundo sin mañaneras

¿Cuánto de la llamada polarización es en efecto un choque de trenes entre dos visiones de país antagónicas y cuánto hay de boxeo de sombra para efectos mediáticos y necesidades políticas? Este miércoles los empresarios y el gobierno firmaron un elaborado acuerdo destinado a garantizar precios justos en los productos de la canasta básica alimentaria, el llamado Paquete Contra la Inflación y la Carestía (Pacic). Se dice rápido, pero supuso una ardua negociación de buena fe entre las partes. Entre otras acciones el gobierno renuncia a algunos ingresos para abaratar costos en procesos productivos de las empresas y estas reducen márgenes de utilidad en algunos productos básicos. Ambas partes sacrifican recursos en aras de un bien común: controlar en México la escalada inflacionaria que experimenta el mundo y proteger, en particular, a la población de menos recursos.

Los términos de este acuerdo y sus alcances económicos tendrán una amplia divulgación; en este espacio simplemente quisiera abordar las implicaciones políticas que entraña, que no son cosa menor. Lo que revela, en el fondo, es que las relaciones entre el sector privado y el gobierno son mucho menos ásperas de lo que la estridente conversación pública hace creer.

Y bien mirado hay razones para esta relativa avenencia. Todo empresario que esté más atento a su Excel que a los titulares del día, aquel que es capaz de mirar el bosque y no los árboles, entiende que no ha sido poca cosa mantener la estabilidad económica en medio de los tsunamis que el mundo ha experimentado. La estrategia de López Obrador ha sido obsesiva en materia de responsabilidad y autocontrol de la macroeconomía y las cuentas nacionales, algo que difícilmente podríamos acreditar a los gobiernos anteriores. La estabilidad del peso durante casi cuatro años es el mejor indicador de esta actitud. La aversión a contraer deuda pública, la búsqueda de equilibrio entre ingreso y gasto del gobierno, la reducción de la burocracia y el combate a la inflación son columnas vertebrales de una estrategia que solo podemos calificar de responsable. Un planteamiento a contrapelo de las finanzas públicas “expansionistas” atribuibles a todo gobierno populista de izquierda. El resultado es que la inflación de México en los últimos 12 meses (7.5) está por debajo de la de Estados Unidos (8.5) o de países de tamaño similar en América Latina. Todo lo cual es oro molido para la iniciativa privada de cualquier nación.

Si a esto añadimos que, pese a la imagen radical de la que goza el obradorismo, AMLO no ha subido los impuestos de los sectores acomodados (algo que habría realizado cualquier gobierno socialdemócrata en Europa), no ha recurrido a expropiaciones y ha mantenido el subsidio a los combustibles tanto para consumidores privados como para las empresas productivas. Y por lo que toca a Estados Unidos y el proceso de integración económica, igualmente vital para los intereses del sector privado, la actitud del gobierno ha sido conciliadora incluso al límite de la prudencia, particularmente en el período de Trump.

En otras palabras, si por un momento dejamos de lado los gritos y sombrerazos de la mañanera, lo que observamos en los hechos es que ambos, gobierno y empresarios, lejos de un divorcio o un pleito, han encontrado maneras de entenderse sobre la base de que no son adversarios ni lo han sido. El acuerdo firmado este miércoles es un reflejo de ello. En él participaron tanto los representantes de las cámaras empresariales, como instituciones emblemáticas de este sector; Telmex, Bimbo, Kimberly Clark y muchas otras, algunas de las cuales, incluso, nunca han escondido sus simpatías con otras corrientes políticas. 

Esto no quiere decir que los capitanes del dinero estén contentos con una narrativa oficial que tiende a satanizar todo lo relacionado con el mercado y a abollar indiscriminadamente la imagen de los sectores pudientes (los llamados fifís). Tampoco con las provocaciones incendiarias respecto a personajes públicos, artistas, intelectuales y en general de la sociedad civil, y mucho menos les agrada el desgaste innecesario de polémicas desatadas por las disculpas exigidas a España o la rifa simulada de un avión en la que tuvieron que participar, por ejemplo. Sin embargo, más allá del clima enrarecido por esta línea discursiva tan polarizante, han terminado por entender que mucho de esto va dirigido a la tribuna, con escasos efectos prácticos concretos en el escenario de los hechos. Lo cierto es que, en corto, las relaciones del Presidente con la mayor parte de los empresarios es cordial y razonada.

Incluso otras acciones más trascendentes, como la suspensión del aeropuerto de Texcoco o la reforma energética, al final se han tramitado a través de negociaciones y diferendos resueltos en tribunales. La mayoría de las empresas afectadas en la cancelación del NAIM fueron compensadas y muchas de ellas incorporadas a otras obras públicas.

Para entender esta aparente contradicción, habría que considerar que el Presidente eligió una estrategia institucional responsable y, a la vez, una retórica radical y polarizante en su comunicación. Asumió, supongo, que lo primero le da estabilidad al proceso de cambio intentado y, lo segundo, le garantiza el apoyo popular para mantener su fuerza política y, en su momento, la continuidad transexenal a su proyecto. No sé en qué medida la polarización fue un recurso cada vez más necesario ante la pandemia y la consiguiente crisis, que barrieron con buena parte del impacto de las acciones que la 4T había previsto para mejorar la condición de los pobres. Pero es un hecho que, pese las expectativas no cumplidas, los sectores populares siguen pensando que López Obrador al menos habla en su nombre. Y, con todo lo que pueda irritarnos, el verbo encendido es responsable en parte de ese logro.

No siempre ha podido el Presidente mantener el equilibrio entre estas dos estrategias a ratos incompatibles. Con frecuencia gana el impacto de la línea belicosa en las mañaneras y genera una zozobra significativa en los ambientes de negocios.

En suma, habría que leer la escena pública con la perspectiva que da la distancia y sin la efervescencia de la inmediatez, única manera de entender lo que realmente está pasando. A los antilopezobradoristas les convendría ver menos diarios incendiarios y hacer el ejercicio de vivir en un mundo sin mañaneras. Los lopezobradoristas, en cambio, que podrían impacientarse por los cambios que aún no llegan, llenarse de ellas. 

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