La descalificación constante de las opiniones ajenas quizás ha servido para ganar votos tensando emociones, pero está añadiendo trabas a los problemas que nos agobian. No todas las críticas son desechables de entrada, porque no todas se hacen de mala fe, ni buscan lastimar la investidura presidencial, ni quieren destruir el núcleo igualitario de su proyecto. Esa estrategia que denuesta y estigmatiza sin miramientos a quien opina distinto atisbando intenciones y motivos aviesos en vez de escuchar razones está clausurando cada vez más el radio de acción del gobierno.
La fortaleza del Estado no depende del triunfo definitivo de unos sobre otros: no todo se arregla sometiendo o extinguiendo adversarios. Eso es una falacia. El verdadero éxito del político no se mide por las cabezas que va cortando en el trayecto a la cumbre de su poder propio sino por la certidumbre que consigue inyectar a las instituciones con las que gobierna a toda la sociedad. El Estado no es un cártel que llega a controlar pueblos eliminando a quienes lo desafían, ni el titular del Estado es un Padrino mafioso que gobierna a su voluntad. Al contrario, la misión del Estado es organizar la vida en común más allá de los nombres propios, garantizando que los derechos se cumplan sin ninguna exclusión y, sí, privilegiando siempre a las personas más vulnerables.
Nada de esto es, ni remotamente, una novedad: es conocimiento acumulado y sedimentado por más de quinientos años, cuando el Estado moderno emergió de la lucha facciosa entre señores feudales que se destruían mutuamente sin tregua. Por eso sabemos a ciencia cierta que esa poliarquía necia acababa minando a todos y destruyendo a las personas que la padecían. Esa guerra constante llevó a Maquiavelo a escribir El Príncipe; y, observando esa historia, Hobbes escribió el Leviathan, advirtiendo que la soberanía no se edificaba haciendo la guerra sino mediante el consenso y la conciencia de los gobernados decididos a convivir en paz: nadie debía exigir la obediencia a una sola persona sino a las reglas reconocidas, aceptadas y respaldadas colectivamente. De lo contrario, sobrevendría la guerra de todos contra todos (una vez más).
En este mismo sentido, se ha dicho mil veces que la paz no es la ausencia de violencia, ni es el triunfo violento de un grupo sobre los demás, sino una acción cotidiana, deliberada, incluyente, permanente y compartida. No se hace de arriba hacia abajo, hablando solamente con las fuerzas armadas, ni tampoco con programas administrados burocráticamente para asignar recursos a modo para ganar partidarios. La paz se hace desde abajo y desde adentro, involucrando a todas las personas que la prefieren y que rechazan toda violencia como forma de vida: sumando, convenciendo, articulando, hablando. No hay un producto político más puro en toda la historia de la humanidad que la paz, ni tampoco una evidencia más contundente de su fracaso, que la violencia.
Por eso tenemos que saltar el muro de enconos y descalificaciones que se ha venido levantando durante la inagotable lucha por los poderes públicos, para volver a hablarnos sin atizar todos los fuegos en cada conversación y ponernos de acuerdo en la construcción de la paz: para reconocer a los enemigos violentos, para advertir las causas de origen, para ayudarnos recíprocamente, para volver a confiar entre las personas que no queremos hundirnos en la cultura del odio.
Nadie debería excluir a nadie de esa conversación colectiva, empezando por el presidente la República quien, desde su investidura y su legitimidad popular, podría convocarnos a todos para concertar y encabezar ese proyecto de diálogo y reconciliación nacional por la paz, sin tropezar con las siglas de los partidos ni las clientelas electorales. Ojalá así sea.
Investigador de la Universidad de Guadalajara