domingo, diciembre 22, 2024

Fin de sexenio, riesgos de la impaciencia

Pensándolo Bien

Se entiende que el presidente Andrés Manuel López Obrador experimente impaciencia y le entren sensaciones de urgencia a 23 meses de terminar su sexenio. Es mucho lo que ha intentado, y no poco lo que ha conseguido, pero también sabe que parte de ello está pegado con alfileres, por no hablar de lo que queda inconcluso. No es para menos, a su administración le tocó bregar con una pandemia planetaria y con la peor crisis mundial en varias décadas, más allá de los muchos obstáculos que encuentra toda propuesta de un cambio de rumbo, como la que él propuso.

La sensación de urgencia está provocando una profundización de las prioridades y una concentración de la atención y los recursos en todo aquello y solo aquello que importa al Presidente. Es explicable, y en algunos casos deseable, pero también entraña riesgos. Es decir, hay una versión virtuosa y una perversa en el apresuramiento de acciones frente a la cuenta regresiva en la que vive el gobierno.

La parte positiva tendría que ver con la ventaja de concentrar esfuerzos y no dispersarse en acciones que quedarán más en intención que en realidad; iniciativas, por ejemplo, como la de una distribuidora de gas del Estado que se inició tardíamente en el sexenio y que, lejos de convertirse en una alternativa de solución a un problema, quedará más bien como un pendiente incómodo a resolver por su sucesor. Asumir solo aquello que pueda terminarse o pueda consolidarse parece ser la sana consigna de las últimas semanas.

La parte negativa de este “sprint” final es que los colaboradores del Presidente interpreten las prioridades de Palacio como tablas de la ley y se decidan a realizarlas a cualquier costo político, jurídico, económico o social. Podría traducirse en una factura demasiado alta para la congruencia de las propias banderas de López Obrador y su legado histórico. Ya lo vimos con las penosas negociaciones entabladas con Alejandro Moreno, el líder del PRI, cuyos expedientes desaparecieron de la esfera pública, o la emigración a Morena de un senador panista impresentable y que aspira a la gubernatura de Yucatán, a cambio del apoyo de ambos al decreto para extender la presencia del Ejército durante varios años. “Sacar las cosas a cualquier costo” suele ser una consigna que en raras ocasiones concluye bien. Actuar como si no hubiese mañana genera soluciones apresuradas y en ocasiones forzadas, por no decir antinaturales. ¿A qué me refiero?

El Presidente ha dicho con frecuencia que prefiere dejar la operación del Tren Maya al Ejército porque si queda sin candados terminará en manos de empresarios abusivos. Y desde luego el riesgo al que apunta es real, pero la solución al problema se antoja absurda. ¿No sería mejor establecer reglas de competencia para que el empresariado se viese obligado a operar de manera más sana? Eso resolvería no solo lo del futuro del Tren Maya, y estaría en la senda del cambio de país al que se ha comprometido la Cuarta Transformación. Vivimos en un mundo en el que predomina la sociedad de mercado y México no puede sustraerse a ello; entregar al Ejército espacios económicos con el propósito de que no caigan en manos de una iniciativa privada expoliadora, supone renunciar a la posibilidad de transformar a la sociedad y, en su lugar, meterla en fajas y corsés para maniatarla.

En cuatro años el gobierno ha conseguido pequeños milagros: que los empresarios paguen impuestos, un mejoramientos sustancial del salario mínimo, eliminación de los vicios del outsourcing; y aunque con mayor dificultad, sigue intentando limpiar la podredumbre instalada en el sector parasitario que vive de las prebendas y ganancias extraordinarias de los contratos públicos. No es poca cosa en cuatro años; podría conseguirse mucho más de aquí al 2030, cuando termine el próximo sexenio. Apostar a conseguir prácticas empresariales responsables y razonablemente equilibradas, es una aspiración legítima del obradorismo; algo que resolvería no solo el tema de la operación del Tren Maya sino el resto de la economía. Renunciar a ello solo porque le quedan dos años al Presidente es empobrecer los alcances de sus propios ideales.

En los últimos días se ha filtrado la idea de que las Fuerzas Armadas podrían fundar una línea aérea comercial con sus propias aeronaves e incluso con la operación del avión presidencial, que sigue sin ser vendido. Una vez más, es una idea que parte de la premisa de que el Ejército hace una explotación económica más sana que el empresariado. Se trata de un supuesto absurdo. Los militares sirven para muchas cosas, pero no para desempeñar actividades empresariales competitivas en una sociedad de mercado. No tienen la experiencia, la vocación o los recursos; o mejor dicho, tienen otros recursos que, en caso de ser empleados para conseguir imponerse a sus competidores, pueden ser terribles para la actividad en la que operen. Controlar aeropuertos, por ejemplo, y al mismo tiempo competir con su propia aerolínea en contra de sus rivales generará situaciones claramente indeseables.

No quiero convertir esta columna en un alegato sobre los riesgos de entregar al Ejército áreas que escapan a sus funciones (ya lo he hecho en otras oportunidades); solo pretendo ilustrar las opciones precipitadas e indeseables a las que conduce la errónea actitud de resolver problemas a cualquier costo en los dos años que quedan de sexenio.

A ratos el Presidente parece operar como si los adversarios estuvieran a punto de tomar Palacio, lo cual llevaría a medidas desesperadas para salvar lo salvable o forzar lo que haya que forzar para hacerlo irreversible. Creo que AMLO tendría que tener más confianza en lo que ha fundado y, sobre todo, en la certeza de que lo que ha construido seguirá desarrollándose al menos seis años después de que se retire. Eso es parte también de lo que sembró: una intención de voto a favor de Morena que hace muy improbable la derrota de su proyecto político en las próximas elecciones. Algunas de sus iniciativas se consolidarán, otras se profundizarán y algunas más se adecuarán a nuevas circunstancias. Hay urgencias, desde luego, pero ninguna necesidad de resolver a machetazos lo que puede solucionarse con una adecuada selección de su sucesor.

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