Nacieron a contracorriente, cuando la corrupción ya había inundado el país y las soluciones que ofrecía el poder político no eran más que la reproducción de las mismas fórmulas manidas: los lugares comunes donde el régimen se había escondido para prometer lo que no quería cumplir. Por eso se abrió esa rendija: un pequeño hueco entre una red de instituciones fragmentadas, celosas e inconexas, que estaban siendo rebasadas un día sí y otro también por la corrupción cada vez más extendida. Los comités de participación ciudadana de los sistemas anticorrupción (CPC) estaban llamados a colar un poco de aire fresco en un ambiente irrespirable.
Pero la clase política los vio, desde un principio, como un intruso incómodo y les bloqueó todos los espacios. La reforma constitucional y las leyes que les dieron vida se aprobaron gracias a la triple presión de la sociedad civil organizada, de los partidos de oposición que se mantuvieron firmes y de una opinión pública profundamente indignada por la Casa Blanca y por Ayotzinapa, entre muchos otros casos de flagrante corrupción del régimen. Cuando esas leyes fueron promulgadas, el presidente Peña Nieto pidió perdón por sus excesos. Pero no hizo más: esos comités surgidos gracias a la voluntad de centenas de miles de personas y de un grupo de legisladores dignos, fueron boicoteados enseguida por los gobiernos y sus burocracias.
Sin oficinas y sin recursos, la primera presidenta del Comité de Participación del Sistema Nacional Anticorrupción, Jacqueline Peschard, hizo todo lo que pudo para ensanchar esa rendija y, contra viento y marea, logró que los sistemas se establecieran y los comités se articularan en todas las entidades del país. Pero no consiguió derrotar las resistencias ni vencer los muros de las burocracias federales. Quienes le sucedieron en la misión, enfrentaron además la efervescencia del proceso electoral siguiente, en el que se concentró toda la atención de México. Y más tarde, el triunfo del candidato que enarboló la bandera del combate a la corrupción, anunciaba mejores tiempos. Pero no fue así: al boicot de Peña siguió el desdén de López Obrador, hasta el punto en que hacia el 2021, tras la renuncia desencantada del resto de los integrantes, sólo quedó Jorge Alatorre para mantener en pie la dignidad y la presencia de ese comité en el sistema nacional: solo, sin respaldo y con todo el viento en contra.
En los estados el desdén se volvió asedio y el combate a la corrupción, combate contra quienes luchan contra la corrupción. Buscando que las compras públicas se realicen con legalidad, que las designaciones de funcionarios no se hagan por cuotas y por cuates, que los procesos de sanción no se tuerzan ni se vendan, que los trámites de ventanilla no sean viles transacciones comerciales o que haya transparencia en los dineros y las decisiones públicas, los CPCs han encontrado una franca hostilidad de los gobiernos locales y sus integrantes han sido amenazados, presionados y perseguidos. En Jalisco, en Quintana Roo, en Chiapas o en Guanajuato han resistido y hacen tanto como pueden; en Veracruz, en Oaxaca, en Nayarit o en la CDMX, prácticamente han desaparecido. Tras designarlos, los congresos les dieron la espalda y los ejecutivos los hostigan, porque les molesta que les exijan cuentas claras: ¡que no vengan con que la ley es la ley!
Este artículo es un modesto homenaje a ese grupo de personas que, a pesar de todo, se mantiene en las trincheras del verdadero combate contra la corrupción, a la letra de las instituciones y arriesgando sus recursos, su trayectoria y su libertad. Y es también un testimonio de la situación en la que estamos: con las mejores leyes, pero ignoradas deliberadamente por quienes hicieron el juramento de cumplirlas.
Investigador de la Universidad de Guadalajara