Pensándolo Bien
La agresión de la Guardia Nacional sobre los manifestantes en Ocotlán es inadmisible; los hechos tendrían que ser investigados y los responsables llevados a tribunales. Si las autoridades han decidido que la única manera de enfrentar la enorme capacidad de fuego del crimen organizado es recurriendo a las fuerzas armadas, tenemos que asegurarnos de que la intervención de los militares no se convierta en un calvario para la población civil. El tema es importante porque nos encontramos apenas en los umbrales de lo que inexorablemente tenderá a generalizarse.
Al final del sexenio habrá más de 500 cuarteles de la GN en el territorio (hoy son la mitad); eso y la decisión de entregar la seguridad pública al Ejército propiciará la multiplicación de roces entre militares y ciudadanos. Y no es una profecía peregrina: si los soldados son pueblo, como dice el presidente Andrés Manuel López Obrador, por desgracia los miembros de los cárteles también lo son. No se trata de un ejército invasor, por lo general no van uniformados (salvo cuando hacen videos propagandísticos), ni viven en cuarteles; se trata de miles de sicarios que forman parte de la población. Eso hará inevitables los retenes, la revisión permanente, la cuota de arbitrariedad en el juicio de un soldado que intenta definir qué es amenazante o qué constituye una actitud sospechosa.
La única manera de afrontar esa pesadilla es redoblando esfuerzos para que la acción de los militares se desarrolle bajo protocolos en verdad profesionales, responsables y continuamente monitoreados por autoridades civiles y castrenses.
Pero los disparos efectuados en Ocotlán por la GN en contra de manifestantes remite a otro escenario de tensiones aún más preocupante: las intervenciones de las fuerzas armadas y la GN en conflictos sociales. Si patrullas y policías son incapaces de contener al crimen organizado también lo son ante la toma de vías de comunicación e instalaciones por parte de grupos de vecinos o de trabajadores enardecidos por alguna injusticia. La crisis económica, la generación de expectativas, la convocatoria facilitada por redes sociales y, sobre todo, la incapacidad de las autoridades para procesar necesidades y exigencias puntuales, han multiplicado estos incidentes a todo lo largo del territorio nacional. Toma de casetas, bloqueos de carreteras y vías de tren, destrucción de presidencias municipales, parálisis de una obra pública.
En conjunto un tema por demás delicado porque la mayor parte de las reivindicaciones de estos grupos son legítimas, pero al mismo tiempo imponen un altísimo costo al resto de la sociedad. Cuarenta vecinos desesperados por falta de agua pueden provocar, en el periférico de Cuernavaca a Acapulco o en la salida de Puebla a México, una afectación a las actividades de miles de ciudadanos. Una exigencia laboral trasladada durante semanas a las vías del tren suele provocar costos considerables por la mercancía retenida.
Si se tratase de incidentes aislados el impacto económico y social sería relativamente menor, pero en la medida en que los actores sociales comienzan a darse cuenta de que la única alternativa para ser escuchados es crear un conflicto, el asunto puede terminar convirtiendo a la geografía en un campo minado. Se trata de un fracaso de la política, es decir, de la capacidad del sistema para procesar institucionalmente las exigencias e inconformidades de la población. Llegado a un punto las autoridades se ven obligadas a intervenir para poner un alto a una estrategia popular que toma como rehén al resto de la sociedad.
Me parece que hemos comenzado a entrar a esa zona. El gobierno ya ha disminuido la permisividad que existía en la toma de casetas, por ejemplo. Comenzará a hacerlo cada vez más en la ocupación de carreteras y vías férreas o en el bloqueo de construcciones de obras públicas. Lo cual nos lleva de regreso al tema de la GN y los militares.
Los críticos de la 4T han cuestionado a los soldados por su pasividad frente a manifestantes que se burlan en su cara o los ponen en fuga. En redes sociales se ha afirmado que la humillación de la que son objeto constituye una afrenta para estas instituciones. Pero también habrá razones para criticar el endurecimiento de las fuerzas armadas en su trato con la población.
Tengo la impresión de que lo de Ocotlán y otras señales de las últimas semanas revelan que esa pasividad podría estar terminando. Y si es así, estaremos entrando en una peligrosa zona de roces y tensiones, porque no veo signos de que las ganas de manifestarse por parte de los grupos agraviados vaya a disminuir. Por el contrario, las evidentes limitaciones presupuestales en el sector público y el magro crecimiento económico son terreno fértil para la multiplicación de los microconflictos sociales.
La pasividad de las fuerzas armadas frente a la violencia social o criminal obedecía, me parece, a dos premisas. Por un lado, la idea de que el mero despliegue de GN y del Ejército de manera permanente a lo largo de todo el territorio reduciría el fenómeno delincuencial y el desacato social. Y por otro, que mientras no se alcanzase cierta “saturación” geográfica no convenía asumir una actitud más activa. Los dos factores pueden ya haber sido rebasados. Está claro que la sola presencia no bastó y también es evidente que el despliegue de cuarteles y soldados es ya considerable. Por lo demás, tampoco puede descartarse que los propios mandos militares cada vez están más impacientes por dejar atrás la pasividad que los condenaba a soportar impávidos la molestia de los manifestantes. Lo descrito hasta aquí no significa que esto sea mi opinión o mi deseo, como a veces me atribuyen algunos lectores, de la misma forma que un diagnóstico médico no es responsable de las enfermedades que describe.
Mi temor es que incidentes como el de Ocotlán, en el cual la GN dispersó a balazos a una manifestación en su contra, sea un indicativo de que algo de fondo está cambiando. Y habría razones para creerlo. En tal caso me parece que tendríamos que empezar a discutir de manera transparente y como sociedad en su conjunto los alcances, límites y protocolos de lo que estamos dispuestos a aceptar. No deseamos quedar atrapados en bloqueos interminables cada vez que salimos a carretera, pero tampoco queremos que sean reprimidos grupos de ciudadanos exasperados por una injusticia. No solo se trata de encontrar equilibrios aceptables en esta contradicción, sino también una manera de imponerlos a las fuerzas actuantes. Más allá de la polarización política y la argumentación interesada, y al margen de cualquier gobierno, es una discusión que habría que iniciar.