domingo, diciembre 22, 2024

La degradación de la política

Pensándolo Bien

En el discurso sobre el Estado de la Unión, presentado en el Capitolio por el presidente Joe Biden este martes, quedó de manifiesto, quizá como nunca, el radicalismo partisano que comienza a rayar en la histeria en las sociedades políticas de nuestros días. Un síntoma que ilustra la preocupante degradación que experimenta la política en el mundo. Es cierto que, ahora y siempre, en todos los parlamentos una porción del recinto suele aplaudir de manera entusiasta mientras la otra muestra su molestia, como resultado de las militancias partidistas. Estados Unidos, como México, no es la excepción. Pero las imágenes de la sesión de este martes fueron patéticas. Los republicanos nunca aplaudieron al presidente Biden, incluso frente a planteamientos de Estado o de interés bipartidista (solo la mención de víctimas y héroes de la violencia, que estaban presentes, arrancó algún aplauso de su parte). Parece cosa menor, pero lo que revela es muy significativo: para los republicanos, Biden es ante todo un líder demócrata, un rival, y secundariamente presidente de Estados Unidos. Una ruptura de los criterios del pasado, cuando se entendía que había momentos en que el mandatario, independientemente del partido al que perteneciera, era el jefe de gobierno en funciones y se le trataba como tal. Ya no.

Esto es reflejo, insisto, de algo más grave. A partir de la primera campaña de Donald Trump quedó en claro que el atajo más corto para conseguir votos no era la construcción de propuestas para mejorar al país, sino la degradación del contrario, la inflamación de los miedos y los resentimientos en el votante. Resultaba mucho más fácil enlodar al rival en la contienda que construir argumentos sólidos sobre los problemas de la comunidad. La satanización del rival hasta la abyección lleva a los votantes a asumir que el personaje denostado es a tal punto perverso o incapaz que su triunfo no puede ser más que resultado de un fraude. Y en todo caso, se asume que, haya triunfado legal o ilegalmente, es un imperativo moral impedir que gobierne.  

Lo que sucedió en Brasilia, copia calcada de lo que pasó casi dos años antes en Washington, cuando ciudadanos encolerizados intentaron evitar que el presidente elegido ascendiera al poder, es producto de este fenómeno. Una cosa es entender que venció un candidato de ideas e intenciones con las que no se está de acuerdo; otra distinta es asumir que el personaje es tan deleznable que constituye un deber patriótico impedir que ejerza el poder.

La guerra sucia en las campañas electorales siempre ha existido, desde luego. Pero era una especie de subtexto, por debajo del debate político y la confrontación de programas y agendas. La novedad es que esta batalla antes subterránea ha terminado por convertirse en la parte dominante. La competencia electoral cada vez es menos una exhibición de alternativas distintas de cara al mercado político o al proyecto de nación y cada vez más una batalla de estrategias de enlodamiento entre los cuartos de guerra de los contendientes. Un escándalo, convenientemente manejado en redes y medios, puede ser más que suficiente para voltear una tendencia en la intención del voto. Un resentimiento o un prejuicio “bien” trabajado ahorra millones en publicidad o en esfuerzos para construir proyectos viables. Vincular los miedos del votante a un rasgo del rival produce milagros: “inundará de migrantes al país”, “subirá impuestos y expropiará negocios” o, por el contrario, “suprimirá sindicatos”, “disminuirá salarios”. Ya no digamos los rasgos estrictamente personales redefinidos, si es posible, en términos abominables.

Las redes sociales, a pesar de sus muchas virtudes en otros aspectos, han sido el caldo de cultivo perfecto para esta forma de conversación pública sobre la cosa política. La viralidad que obtienen los mensajes negativos, el éxito de la burla, el anonimato en la acusación, la pseudo información o la información entretenimiento, la posibilidad de generar bots y utilizar influencers para empujar estos mensajes, están transformando para peor los procesos electorales. En teoría, el buen funcionamiento de la democracia exige que los ciudadanos estén en condiciones de conocer las opciones que se disputan el poder para elegir a un candidato de acuerdo con sus intereses y convicciones. El abuso del marketing y el poder del dinero que experimentamos ya había comprometido esa posibilidad. Pero lo que estamos viendo ahora es un descenso adicional que termina por comprometer el sentido mismo de una elección. La degradación de la política que, por lo demás, de por sí nunca fue precisamente honorable.

 Y, dicho sea de paso, he tomado este tema de fondo para construir una historia que desvela los entresijos de un cuarto de guerra en tiempos electorales. El Dilema de Penélope es un thriller político que sigue el caso de una mujer que inadvertidamente se entera de un plan secreto e infame para ganar las elecciones presidenciales. Penélope se encuentra en el dilema de salvar su vida y mantenerse al margen o hacer algo para exhibir la tragedia en curso. Un pretexto que me ha servido para poner en movimiento las ideas descritas arriba. En estos días he estado presentando esta, que es mi quinta novela.

Nota: Un comentario respecto a las notas publicadas a partir del juicio que se sigue a Genaro García Luna, según las cuales una presunta publicidad del gobierno de Coahuila contratada en el diario El Universal habría sido financiada por el narco para procurar una cobertura favorable al entonces secretario de Seguridad. Más allá de las precisiones que ya ha realizado ese diario, comparto lo siguiente: de septiembre de 2008 a octubre de 2010 estuve a cargo de la Dirección Editorial de El Universal, durante dos de los seis años del sexenio de Felipe Calderón; es decir, parte del periodo al que se refiere el criminal que hace la acusación. Con el equipo que me acompañó ejercimos una línea independiente y crítica frente a la administración pública, como podrá observar quien se tome la molestia de ver los archivos correspondientes. No conozco personalmente a los ex gobernadores Rubén o Humberto Moreira o a Genaro García Luna, personajes cuyo desempeño he cuestionado en repetidas ocasiones en mis columnas y cuyos excesos y errores fueron puntualmente recogidos en notas y reportajes en el propio diario. Durante el periodo en que fui director nunca recibí observación alguna por parte de la empresa o su dueño sobre la cobertura respecto al secretario de Seguridad Pública, o para el caso la administración calderonista.

Jorge Zepeda Patterson

@jorgezepedap

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