Durante los años de la hegemonía imperial priista todo político que se respetara se pretendía priista, era como un mérito de militante en pos de sacrificarse por el bien del país; en ese entonces el partido de oposición por excelencia, el PAN, se debatía entre quejas y denuncias en contra de las argucias electoreras que el PRI ejecutaba para no perder posiciones políticas, operación que le permitía “ganarle las elecciones al pueblo”. Porque cuando el PRI perdía en algún municipio, arrebataba, pues el gobierno resolvía el asunto nombrando un Consejo Municipal, obviamente integrado con militantes priistas. Pero llegaron los tiempos de las crisis económicas, y entonces se comprobó uno de los postulados centrales del materialismo dialectico: en el cuerpo social, la economía es la estructura y la política (el derecho, la cultura, etc.) la infraestructura, es decir, aquella condiciona y determina a éstas. Y, ciertamente, como resultado de las crisis económicas, las devaluaciones y la inflación desmesuradas, se reflejaron en lo político empezando en el Norte del país cuando el PRI comenzó a sentir pasos en la azotea, principalmente en Chihuahua, en Sonora, en Baja California; en la primera entidad el PRI tuvo que reconocer derrotas en Ciudad Juárez, en Camargo y en la capital, Chihuahua; después vinieron las derrotas en Torreón, en San Luis Potosí, todas con el PAN a la cabeza. Poco después las derrotas escalaron a gobiernos estatales: Baja California, Chihuahua, Sonora, Nuevo León, con el PAN, Michoacán con el PRD, y desde allí el rosario empezó a perder sus cuentas. Ese fenómeno se acompañó con las primeras defecciones de priistas hacia otras siglas partidistas en un intenso “chapulineo” y trapecismo de gente que ya no volvió al PRI y fortaleció la militancia opositora, principalmente la del PRD, un partido impulsado por priistas y tras suyo la cauda de izquierdistas buscando el poder. Pero el PRI era bastante fuerte y esa sangría no lo afectó, aunque sí fortaleció a la oposición de izquierda. El diagrama partidista se transfiguró de bipartidismo a una trilogía de partidos en la cual el PRI seguía estando en el centro del poder.
Hasta que en la década de los noventa, el PAN abandonó su tradicional postura doctrinaria en apegó a un pragmatismo inducido por destacados elementos de la clase empresarial, gracias a cuyo impulso vigorizó su estrategia ganadora, que incluso sorprendió al gobierno de Zedillo cuando en 2000, temiendo un golpe por la izquierda, el gancho al hígado entró por la derecha. Y a partir de ese entonces ya nada ha sido igual para el PRI, que en 2012 recuperó la presidencia, en un intento de restauración frustrado por el pésimo gobierno de Peña Nieto. Ahora, en 2018, el golpe llegó por la izquierda y dio el triunfo a MORENA, un partido medularmente integrado por cuadros salidos del PRD, partido al cual desangraron dejándolo en terapia intensiva de la cual difícilmente podrá salir adelante. Y en este proceso llegamos a la etapa en la cual la serpiente se muerde la cola y en esta posición están Morena y el PRI, aquel partido de hegemonía imperial que ahora contempla la migración de muchos de sus cuadros hacia Morena u otras siglas. La más reciente es la del senador Roberto Albores Guillen, quien renuncia a su militancia priista, según él, porque “los retos actuales requieren innovación y una nueva forma de hacer política, lejos de lo tradicional” (¿¡). ¿Adónde irá a “hacer política lejos de los tradicional”? A Morena se estima que no, porque allí se apegan con ciertos matices al librito priista. ¿A Movimiento Ciudadano? No importa. Sí en cambio, debe preocupar, y mucho, a quienes en estos tiempos administran al PRI, porque resucitar o sepultar a un partido no es cualquier cosa, menos tratándose de uno de las grandes dimensiones históricas como es el PRI.