El mismo miércoles que llegó una delegación de alto nivel de Estados Unidos a México encabezada por el secretario de Estado, Antony Blinken, el periódico The New York Times desplegó en su primera plana una inquietante información que titulaba: “El Partido Republicano respalda la idea de atacar a los cárteles mexicanos”. Recordaba cuando a principios de 2020 el entonces presidente Donald Trump dijo en privado que quería disparar misiles a territorio mexicano para destruir los narcolaboratorios no tuvo consenso. Pero hoy, agregó, aquella fantasía de la Oficina Oval se está acercando a una especie de doctrina del Partido Republicano.
Hace una semana, en el segundo debate republicano en Los Ángeles, todos los participantes, de una o de otra manera, hablaron sobre planes de intervención militar en México para enfrentar a los cárteles de la droga, reflejando la tracción que está tomando la idea entre el electorado estadounidense. Una encuesta de Reuters e Ipsos publicada a mediados de septiembre, mostró que 52% de los estadounidenses apoyaban el envío de tropas a México para pelear contra los cárteles y aún cuando fuera una decisión unilateral, una tercera parte seguía respaldando las acciones punitivas.
De manera reiterada, el presidente Andrés Manuel López Obrador ha rechazado cualquier intervención militar en México y ridiculizado las iniciativas de ley en el Congreso que buscan darle atribuciones excepcionales al Gobierno de Estados Unidos, como un mero asunto de politiquería electoral. En privado, la postura del Presidente es diferente. López Obrador ya entendió que no sólo es un tema electoral -que lo es-, sino una corriente de pensamiento que va creciendo en ese país ante la percepción, cada vez más generalizada, de su tolerancia a los cárteles de la droga y la docilidad con la que actúa ante ellos.
Los demócratas no están en la misma línea de intervencionismo militar de los republicanos, pero el gobierno del presidente Joe Biden ya agotó su paciencia con López Obrador, que ha estado recibiendo mensajes cada vez más críticos y abiertos de los departamentos de Estado, Seguridad Territorial, Justicia y la DEA, que las cosas tienen que cambiar, quiera o no. La Casa Blanca ha ido endureciendo su posición con hechos, no sólo palabras y hace dos semanas el Departamento de Seguridad Territorial reveló en que iba a desplegar agentes y fiscales en el territorio mexicano para realizar investigaciones de alto nivel contra cárteles mexicanos.
El Gobierno mexicano no ha dicho una sola palabra sobre esto y la semana pasada, cuando el corresponsal de N+ en Washington, Ariel Moutsatsos, le preguntó a la canciller Alicia Bárcena si se habían autorizado las visas para esos agentes -salvo el personal de la DEA, ninguna otra agencia está obligada a revelar la verdadera naturaleza de su trabajo en México-, evadió responder. Fuentes del gobierno de Biden le dijeron a Moutsatsos, sin embargo, que ya se habían recibido 14 visas para su nuevo personal.
La autorización para que agentes estadounidenses trabajen en México sólo se había dado durante los gobiernos de Vicente Fox y Felipe Calderón. En aquellas ocasiones fue voluntaria, dentro de los marcos de cooperación y, en esta, por toda la evidencia que hay, fue contra la voluntad de López Obrador, pero obligado ante la realidad objetiva que su política de abrazos y no balazos contribuyó al fortalecimiento de los cárteles y su expansión trasnacional. En su evaluación de riesgos, el Departamento de Seguridad Territorial señaló a los cárteles de Sinaloa y Jalisco Nueva Generación, como “los principales contrabandistas de fentanilo” a Estados Unidos, agregando presión al Gobierno mexicano.
La presión constante y escalando de Washington a López Obrador obligó a que la Secretaría de la Defensa Nacional incrementara sus decomisos de fentanilo y prácticamente forzó al Presidente a autorizar la extradición de Ovidio Guzmán López, el hijo de Joaquín «el Chapo» Guzmán, considerado el principal introductor de esa droga a Estados Unidos y que López Obrador se había resistido a hacerlo. Impedir que el joven Guzmán López fuera enviado a Estados Unidos para enfrentar a la justicia fue una declaración política de López Obrador frente al gobierno de Biden, que ya no pudo sostenerse. Y tampoco contenerse.
La delegación estadounidense que sostuvo hoy reuniones con el Presidente y el gabinete trajo en lo alto de su agenda revisar el combate al fentanilo y solicitar la extradición de los otros tres hijos del «Chapo» Guzmán buscados por la justicia estadounidense y de Rafael Caro Quintero, a quien quieren llevar a tribunales para responder por la tortura y asesinato en 1985 del agente de la DEA, Enrique Camarena Salazar.
El calor contra el Gobierno y la familia Guzmán está muy alto y hay señales de que entendieron el mensaje. Hace unos días se realizó algo insólito: un operativo militar en Badiraguato, el municipio sinaloense donde nacieron muchos de los capos del narcotráfico en México. Las autoridades militares señalaron que no iban en busca de nadie, sino para abastecer a las tropas, pero coincidió con un extraño mensaje atribuido a «Los Chapitos» en donde se deslindó de su participación en el tráfico de fentanilo y prohibió, como autoridad, la venta, fabricación, transporte y comercio de esa droga.
López Obrador y «Los Chapitos» dejaron de comer lumbre y en acciones que coincidieron en el tiempo y espacio, dieron unos pasos para atrás. Cuánto les durará, es un cálculo incierto. Lo que sí es verificable en los hechos es que las operaciones militares en Culiacán se intensificaron en las últimas semanas y el Presidente dejó de bravuconear con los estadounidenses. Pero las cosas no van a cambiar y, por razones electorales, de salud y de seguridad nacional, en Estados Unidos seguirán elevando la temperatura a la presión.
Hasta dónde, no se sabe. ¿Habrá una intervención militar? Por el clima político que se está creando, las probabilidades aumentan y más si ganará la elección Donald Trump. No ayuda la actitud de López Obrador de negar lo innegable, que lo ha colocado a López en una situación de debilidad, pagando el costo de su política laxa con los criminales y cuya factura seguirá creciendo discreta, sutil, pero eficazmente.