Todos sabemos, en este país machista y misógino, que el avance de las mujeres en todos los campos de la vida pública y privada no ha sido fácil y que, lo que a un hombre le cuesta trabajo hacer en México, ya sea en el ámbito laboral, académico, social, familiar y por supuesto en la política, a una mujer le cuesta el doble. Eso lo saben muy bien las generaciones de mujeres que han empujado -desde hace ya varias décadas y hasta siglos- los temas de la equidad de género e igualdad total y real no sólo en lo legal y constitucional, sino laboral, familiar, estudiantil, cultural, deportiva y, sobre todo, en la vida pública de la nación mexicana.
Por eso cuando una mujer ganó por primera vez la Presidencia de la República, en las elecciones del pasado 2 de junio, muchos celebraron y hablaron del rompimiento de “techos de cristal” que no se habían roto y del avance que eso significa para las luchas femeninas en México. Y seguramente muchos hombres y mujeres lo festejaron con sinceridad y con honestidad, pero también es un hecho que muchos otros mexicanos y mexicanas, que festejaron la primera victoria contundente de una mujer en una elección presidencial, lo hicieron sólo para parecer “políticamente correctos” o “progres”, cuando en realidad no están dispuestos a concederle a una mujer ni el beneficio de la duda ni los márgenes de autonomía e independencia que necesariamente necesita para tomar las decisiones de gobierno y de las reformas o políticas públicas que necesita este país.
La reflexión sobre si apoyaremos o no a una mujer en la Presidencia y, sin dejar de exigirle igual que a un hombre que haga bien su trabajo y que tome las mejores decisiones para el bien del país y sus ciudadanos, viene a cuento por las tensiones políticas y financieras que se vivieron la semana pasada, ante el primer choque frontal de visiones que se exhibió entre el presidente saliente, Andrés Manuel López Obrador, y la presidenta electa, Claudia Sheinbaum Pardo, en torno al llamado “Plan C” y al paquete de reformas constitucionales que el movimiento de la 4T quiere impulsar para modificar a la Suprema Corte y desaparecer o cambiar a la mayoría de los órganos autónomos constitucionales, que son contrapesos de la Presidencia.
Aunque no es una diferencia de fondo, pero sí de forma (y ya decía Reyes Heroles que en política “la forma es fondo”), el choque entre AMLO y Sheinbaum sí es importante y urgente resolverlo y definirlo, porque ya generó una turbulencia financiera que no augura nada bueno para el siguiente sexenio, que de por sí comenzará la presidenta electa con graves problemas heredados por su tutor y antecesor en materia presupuestal y fiscal, sin contar la violencia en el país, la crisis de la salud pública y los millonarios recursos que aún requerirán las varias obras faraónicas de infraestructura (Dos Bocas, AIFA, Tren Maya e Interoceánico) que tendrá que terminar, corregir y volverlas viables técnica y financieramente la administración de Claudia Sheinbaum.
Las prisas y la soberbia del Presidente, que quiere hacer sentir que fue él quien ganó las elecciones, pretenden imponerle al próximo gobierno y a la Presidenta reformas controversiales y de gran calado a la Constitución, que no sólo asustan a los mercados y a los inversionistas, porque les cambian las reglas del juego y modifican la certidumbre legal que requieren sus inversiones, sino que además López Obrador quiere realizarlas en los últimos 30 días de su mandato y a rajatabla y sin diálogo ni negociación, “porque lo digo yo y lo manda el pueblo”, con lo que complicará la transición de poderes y le generará una inestabilidad política y financiera que le complicará el arranque del gobierno a la doctora.
Lo más grave es que, en la euforia del triunfo y la soberbia de haber aplastado a la oposición, el Presidente pretende tomar decisiones e imponer una agenda que ya no afectará a su gobierno, sino que tendrá efectos transexenales. Y con ello no sólo contradice su discurso de que él no busca influir más allá de su mandato, sino muestra una total incongruencia al descalificar y tratar de opacar a la primera mujer presidenta que tendrá México, a pesar de que fue él quien la apoyó, la impulsó y prácticamente la ungió como candidata desde casi tres años antes de las elecciones. ¿Entonces? ¿Realmente López Obrador es un convencido de apoyar e impulsar a las mujeres, como siempre presumió por su gabinete paritario entre mujeres y hombres? ¿O más bien esa es sólo una pose discursiva, pero en el fondo cree, como muchos machistas, que las mujeres deben sometérsele y aceptar lo que él decida?
Las preguntas y las dudas que está provocando el Presidente con sus actitudes, junto con la incertidumbre y turbulencia que ha generado en el tipo de cambio y los mercados financieros, se tendrían que resolver a la brevedad y mucho depende de la comida que hoy sostendrán la Presidenta electa y el mandatario saliente en Palacio Nacional. A estas alturas nadie ignora cómo actúa y cómo ejerce el poder Andrés Manuel López Obrador, de manera personalísima y autoritaria, pero lo que no sabemos todavía y es una incógnita que recorre el país y tendrá que empezar a responderse es: ¿de qué está hecha la Presidenta?
Porque ya lo dijo claramente el que es y será el principal asesor de Claudia Sheinbaum en su gobierno, el doctor Juan Ramón de la Fuente, al definir que en esta transición “no habrá ruptura, pero tampoco sumisión”. Y nadie en su sano juicio, esperaría que la doctora se enfrentara o confrontara con quien ha sido su tutor y jefe político, al menos no ahora, pero sí urge que la primera mujer a la que casi 36 millones de mexicanos le dieron su voto y la encomienda histórica de gobernar a este país, empiece a darnos señales claras de que tiene madera y tamaños para cumplir con el mandato ciudadano. Y para ello necesita pedir y, si es necesario exigir, que le den margen para operar su llegada al poder y el respeto que merece su próxima investidura… Los dados mandaron Escalera Doble. La semana promete y la Presidenta necesita empezar a tomar decisiones.