Era de esperarse. La presión del Gobierno de Trump ha intensificado de manera notable las acciones de los grupos de delincuencia organizada, que no iban a ceder sus plazas así como así.
El fin de la estrategia de abrazos tiene como corolario inmediato la confrontación con las fuerzas de seguridad pública y lo ocurrido ayer en Michoacán, la segunda vez que una «narcomina» mata militares en menos de un mes, no es sino un pequeño reflejo.
La confrontación entre los cárteles sinaloenses no ha hecho sino dividirlos y aparentemente debilitarlos, pero información de inteligencia afirma que los hijos de El Chapo Guzmán han establecido una alianza con el Cártel Jalisco Nueva Generación, lo que de confirmarse convertiría a este conglomerado en una de las fuerzas criminales más grandes del mundo.
Hay que reconocer de una vez por todas que se trata de una guerra franca y abierta. En no pocas ocasiones, los delincuentes tienen mejor información, equipamiento e incluso entrenamiento que la fuerza pública regular.
Drones sofisticados, tanto para vigilancia y protección como equipados con poderosos explosivos, armamento de muchísima potencia, incluso pequeños misiles capaces de derribar aeronaves, vehículos blindados, sistemas tecnológicos avanzados de comunicaciones, inteligencia y contra inteligencia.

Es la famosa asimétrica en la que los malos no tienen ni códigos qué respetar ni límites éticos.
Pero lo más grave es la presencia de cientos de mercenarios extranjeros que suelen cobrar de los 600 a los 1,500 dólares semanales por sus servicios: ex militares y ex paramilitares colombianos, guatemaltecos (los sanguinarios Kaibiles), veteranos de guerra estadonidenses e israelíes, entre otros.
Siempre se dijo: la sangre la podríamos los mexicanos, es una guerra abierta, frontal, brutal, aparentemente sin retorno, y en la que es imposible distinguir a los «buenos», cuando los hay.