Pensándolo bien
Jorge Zepeda Patterson
El encontronazo entre la Presidencia y el movimiento feminista a propósito de la candidatura al gobierno de Guerrero de Félix Salgado Macedonio, el misógino y presunto abusador de mujeres, ha derivado a una segunda confrontación aún más aguda y de mayores consecuencias. Ahora el estira y afloja no está centrado en las vejaciones de género, sino en los presuntos delitos electorales cometidos por Salgado. Si la acusación de violar a mujeres no pudo avanzar, sí lo hizo la de violar normas electorales. Y ahora el conflicto no interpela al movimiento feminista sino a las autoridades electorales y, por extensión, a buena parte de la opinión pública que considera que el débil entramado de instituciones democráticas está en riesgo ante la hostilidad del Ejecutivo.
Andrés Manuel López Obrador ha aprovechado la polémica decisión que asumió el INE al cancelar la candidatura de Salgado Macedonio para emprender un embate en toda la línea en contra del instituto electoral: atribuciones, financiamiento y, sobre todo, integrantes del consejo que lo gobierna. Para sus adversarios ese ataque no solo pone en riesgo el prestigio del árbitro y en esa medida la legitimidad de las elecciones, también asumen que en última instancia lo que está en juego es el regreso a un régimen presidencialista caracterizado por procesos electorales a modo del soberano, como se estilaba en el pasado.
Desde luego, hay motivos puntuales para el desencuentro. Félix Salgado, en efecto, violó la norma al no entregar el reporte de gastos de precampaña que exige la legislación vigente. El aspirante se escuda en el hecho de que, a diferencia de los demás partidos, Morena no contempla un periodo de precampañas lo cual, a su juicio, lo exime de tal requisito. Pero al INE le parece, con razón, que se trata de un eufemismo porque existieron actos públicos de promoción explícita. Sin embargo, la cifra de gastos en cuestión es mínima (19 mil pesos) y se trata de una falta administrativa que podría haber ameritado una multa. La eliminación tajante de su candidatura es interpretada por los obradoristas como una decisión política malintencionada, porque contrasta con las muchas ocasiones en las que al INE no parecieron importarle delitos graves comprobados, siempre desahogados con sanciones meramente económicas. En otras palabras, los seis consejeros que votaron para echar a Félix Salgado de la contienda (otros cinco se opusieron) tienen los argumentos jurídicos de su parte, aunque también es cierto que el rigor de la decisión, en el contexto de un historial usualmente laxo, lleva a pensar en la posibilidad de un sesgo, más allá de que por muchas otras razones el personaje parezca verdaderamente impresentable.
AMLO no necesitó de mucho más para colocar al INE en su lista de adversarios y, acto seguido, emprender la cruzada santa para destruirlo. Como dice el dicho, el niño es risueño y encima le hacen cosquillas (o en otra versión: la muchacha es coqueta y le ponen reguetón). En las últimas conferencias mañaneras el Presidente ha tomado el tema una y otra vez, ya no solo a propósito del caso de Guerrero, sino de la pertinencia del INE como tal.
Y es allí donde se abren enormes dudas sobre lo que en realidad está en juego. En el fondo, para el Presidente se mezclan dos profundos agravios que le llevan a desconocer los méritos que muchos otros le atribuyen a esta autoridad electoral. Por un lado, la convicción de que a él mismo le robaron la Presidencia en 2006 con la bendición de ese árbitro y compitió en condiciones desventajosas en 2012 frente a violaciones flagrantes de parte de sus adversarios sin que a tales autoridades les importara. En su lógica, la intervención del INE lejos de asegurar la democracia, con sus actos de simulación se hace cómplice de los poderes fácticos para traicionarla.
El segundo agravio se alimenta de un profundo diferendo ideológico. Mientras que críticos e intelectuales acusan que la actitud del Presidente constituye un ataque autoritario contra las incipientes instituciones democráticas que tan trabajosamente hemos venido construyendo, AMLO argumenta que históricamente todo ese andamiaje es una mera faramalla. A sus ojos, las últimas dos décadas en las que se acentuó el modelo neoliberal que propició el aumento de la corrupción y el dispendio, y no hizo nada para resolver la injusticia social o la desigualdad, es justamente el periodo en el que se fundan todos estos contrapesos, comisiones autónomas, órganos independientes. En teoría instituciones que favorecerían una vida más democrática, pero que en la práctica estaban imbuidas de una concepción que favorecía la legitimación de un régimen que hacía prosperar a los de arriba mientras condenaba al abandono a los de abajo. En palabras del Presidente, democracia que no sirve al pueblo (y por pueblo entiende a los sectores populares que lo apoyan) no es democracia.
Las dos argumentaciones parecerían constituir una confrontación indisoluble entre agua y aceite. Y sin embargo, a ambas les asiste una preocupación válida. Es cierto que la opinión pública ilustrada se mostró demasiado conforme con todo este tinglado formal que en papeles nos acercaba al equilibrio de poderes que existe en países democráticos, aunque en la práctica seguía aumentando la corrupción de las élites y la exasperación de los desesperados. Demasiado respeto quizá para un INE al que se defendía como si fuese sacrosanto, aunque poco se dijera sobre la manera tan poco edificante como el PRI y el PAN se repartían en cuotas la designación del árbitro.
Pero, del otro lado, si bien desde su perspectiva puede explicarse la irritación del Presidente, sus argumentos conducirían a un salto al vacío. Una cosa es cuestionar las decisiones del árbitro, o incluso a determinado árbitro al que se considera sesgado, y otra muy distinta sugerir que desaparezca el arbitraje. En algún momento AMLO ha dicho que la última decisión en materia de elecciones debería tenerla el pueblo. El problema es cómo interpretarlo: ¿a mano alzada?, ¿en encuestas que solo la autoridad conoce?
El problema de fondo y, allí sí son válidas todas las preocupaciones de los críticos, es que el Presidente se ha atribuido en exclusiva la capacidad para interpretar los deseos del pueblo. AMLO parece estar convencido de que habla y actúa en nombre de él. ¿Para qué necesitamos árbitro si el pueblo es el que manda y él está allí para garantizarlo? Pero en esa lógica, ¿para qué necesitaríamos elecciones?
El Presidente puede tener razón en algunos de sus agravios, pero su argumentación abre esos absurdos abismos. ¿Hay otras salidas a este encontronazo? Sí, aunque eso requeriría que las dos partes comiencen a escucharse una a la otra. Me temo que no sucederá pronto. _
Jorge Zepeda Patterson
@jorgezepedap