La Alcaldesa de Tijuana reconoce el nuevo orden mexicano. Sus declaraciones nos golpean porque son una admisión terrorífica. Cóbrenle nada más a quienes no les han pagado. No nos ataquen a todos, a quienes sí les cumplimos. El crimen es la ley y las autoridades se pliegan a su imperio. Tras la violencia de los últimos días, la gobernante por Morena pide al crimen organizado que se limite a castigar a sus deudores. Que reprendan a quienes tienen deudas con ellos, no a la población en general. La Alcaldesa reconoce que los habitantes de la ciudad que “gobierna” tiene un deber frente a los matones y que éstos tienen derecho de cobrarse los adeudos a su estilo.
La violencia y la intimidación, el temor y la ilegalidad configuran el nuevo orden público. No podemos seguir imaginándolos como manchas de un régimen liberal. Perturbaciones momentáneas de la tranquilidad. El crimen se ha convertido en un régimen que impone sus reglas en todos los ámbitos de la vida social. Sujeta la economía, somete la política, envenena la cultura, atemoriza a la prensa. Todos van plegándose a su dictado. Desde el establecimiento más modesto que entrega puntualmente su cuota, hasta el periódico que pide instrucciones a los criminales para saber qué es lo que pueden publicar. Desde la Alcaldesa de la frontera que trivializa la extorsión hasta el Presidente de la República que elogia el efecto bienhechor una banda criminal que consigue un dominio territorial.
Pocos nos han ayudado a entender lo que le ha sucedido a México en este terreno como Fernando Escalante. Estos años no serán recordados como los años de la transición o los años de la transformación. No serán muy relevantes los nombres de los presidentes o los vaivenes de los partidos. Estos años serán recordados como los años de la mortandad. En nuestro país la muerte alcanza escalas demográficas, ha dicho. Miles de muertes evitables en la pandemia, miles de muertes violentas, miles de muertes anónimas en medio de la indiferencia colectiva. En el número más reciente de Nexos, el sociólogo de El Colegio de México ensaya otra propuesta para comprender el significado histórico de lo que vivimos. El crimen, dice, “no es algo que se pueda separar de la economía, de la política, de la vida cotidiana.” No es algo, si quiera, que pueda delimitarse con precisión porque vivimos de muchas maneras al margen del Estado. Informalidad, ilegalidad, criminalidad.
La cruzada de la ley confiaba en que había una frontera estricta entre ciudadanos y criminales. Lo que ha sucedido es que esa línea se ha ido borrando. Lo que escribe Escalante es fundamental y merece la máxima atención: “No es el crimen que ha invadido o contaminado a la sociedad, sino la sociedad la que de varias maneras ha incorporado al crimen”. Ahí está, seguramente, la confusión inicial. Una confusión que se refuerza ahora. La película es la misma. La “lucha contra el crimen organizado” supone una especie de limpia: la intervención estatal barrerá con los criminales, liberará territorios, se extirpará el tumor para restablecer la salud pública. Pero la operación agrava el mal. No hay duda de ello. Escalante, que ha medido puntual y rigurosamente la violencia, lo puede decir con toda contundencia: “la tasa de homicidios aumentó escandalosamente no antes, sino después de la intervención del Ejército en los lugares en los que había estado o estaba”. Y no es algo que sorprenda porque, como bien advierte el autor de Ciudadanos imaginarios, el Ejército es siempre un poder ajeno, exterior. Irrumpe para deshacer vínculos, no para repararlos. Un ejército, en efecto puede imponerse sobre un enemigo, pero es incapaz de instaurar un orden público perdurable.
El régimen encara la barbarie con ingenuidad. La primera ingenuidad es su ñoñería del abrazo y la prédica. ¡Repartir libros para lograr la conversión espiritual de los asesinos! La militarización que se pretende empotrar en la ley es la segunda ingenuidad. No se trata solamente de un atentado al régimen republicano, una amenaza a la convivencia democrática. Es también una candorosa necedad. Los militares no nos darán la paz. Confiar en que la paz brotará de la intervención de los uniformados es tan absurdo como imaginar que los sicarios cambiarán sus armas por un libro de poemas.