Serpientes y Escaleras
Salvador García Soto
De las muchas cosas que López Obrador dice todos los días en su conferencia mañanera, algunas noticiosas, otras interesantes, muchas intrascendentes y las más de las veces verborrea pura, ocurrencias, demagogia o ataques a sus críticos y opositores, ayer martes, ya en la última parte de su show diario, el Presidente quiso explicar de dónde sacó el apodo de «corcholatas» que él mismo le puso a sus precandidatos y precandidatas a la Presidencia de la República.
Tratando de aclarar que él nunca lo dijo en tono despectivo, aunque ya es común que a los aspirantes morenistas todo mundo se refiera como las «corcholatas», un apodo que en ningún sentido enaltece ni dignifica a Claudia Sheinbaum, Marcelo Ebrard, Ricardo Monreal y Adán Augusto López, el mandatario contó una anécdota de sus épocas juveniles en la política, cuando era un orgulloso priista e hijo del corrupto régimen de la Revolución, para explicar de dónde sacó la ocurrencia de referirse a sus tapados-destapados como si fueran tapas de refrescos.
La historia se remonta al primer hueso político que obtuvo un entonces joven Andrés Manuel, recién egresado de la Facultad de Ciencias Políticas de la UNAM y aún sin titularse. Leandro Rovirosa Wade, entonces gobernador de Tabasco, le ofreció su primer cargo público y lo invitó a ser director del Centro Coordinador Indigenista de La Chontalpa en Nacajuca. Y ese antecedente dio pie para que el ahora Presidente contara cómo su padrino en la burocracia, Rovirosa Wade, ya en 1976 siendo secretario de Recursos Hidráulicos del gabinete de Luis Echeverría Álvarez, jugara un papel interesante en la sucesión presidencial de aquel año.
Cuando todo mundo daba por hecho que el sucesor de Echeverría sería el secretario de Gobernación, Mario Moya Palencia, y éste ya se promovía como el ungido, fue precisamente Leandro Rovirosa quien le sugirió al Presidente que «soltara más nombres» y que mencionara o filtrara a otros posibles candidatos del PRI a la Presidencia para evitar que todos los reflectores y golpes se le fueran a Moya Palencia. Entonces fue el propio Rovirosa el que se encargó de anunciar a los nuevos «tapados» y a don Mario, como le llamaban los columnistas al favorito, se sumaron los nombres de Hugo Cervantes del Río, Porfirio Muñoz Ledo, Carlos Hank González, Carlos Gálvez Betancourt, Luis Enrique Bracamontes y José López Portillo.
Aún con los siete nombres, nadie dudaba entonces de que la candidatura del PRI sería para Moya Palencia y que Echeverría tenía ya elegido a su favorito para la sucesión. Pero ocurrió que se vino el quinto Informe de Gobierno de Echeverría, el 1 de septiembre de 1975 -en parte por ser su penúltimo informe y parte por su campaña de promoción para ser nombrado secretario general de la ONU- fueron invitados jefes de Estado de todo el mundo y el mismo Rovirosa Wade le sugirió al Presidente que a cada uno de los tapados le encargara acompañar a alguno de los gobernantes invitados, sobre todo a los más importantes.
Y en el reparto de los acompañamientos, a José López Portillo, entonces secretario de Hacienda, por el que no muchos apostaban en la sucesión, le tocó recibir y acompañar nada menos que al comandante Fidel Castro y a su hermano Raúl Castro. En el acto de recepción oficial para los presidentes invitados de Echeverría, Jolopo iba a presentándole al Presidente de Cuba y a su hermano a los políticos mexicanos y en algún momento se acercó hasta donde estaba el tabasqueño y les dijo a los Castro: «Este es don Leandro Rovirosa Wade, es el secretario de Recursos Hidráulicos», y Raúl Castro respondió: «Ah, el destapador», a lo que Rovirosa Wade replicó: «Sí, y éste es mi ‘corcholata’ favorita», dijo apuntando a López Portillo.
Ayer, reseñando esa anécdota, a manera de explicación, López Obrador dijo sobre el destape de su mentor Rovirosa frente a los hermanos Castro: «Y le atinó», para remarcar que cuando todos veían a Mario Moya Palencia como el gran favorito, el ya casi ungido por Echeverría, al final el Presidente sorprendió a todos al elegir como su sucesor a José López Portillo.
No deja de ser interesante y significativo que, justo un día después de que se reunió con sus tres «corcholatas» presidenciales, a las que colocó detrás de él y bajo la mirada implacable del «Ojo de Dios», que se ubica en el techo del remodelado Salón Parlamentario de Palacio Nacional, López Obrador haya recordado aquella anécdota de la sucesión del echeverrismo, que es además una época siempre añorada y reconocida por él. Después de contarla, diría que de ahí tomó la palabra «corcholatas» para bautizar a sus tapados y que nunca lo hizo con un sentido despectivo. Luego aseguró que él nunca va a decir «esta es mi ‘corcholata’ favorita» por respeto a sus compañeros y porque, según él, la sucesión presidencial ya cambió y «quien va a decidir va a ser el pueblo. Este es un cambio, ya no hay tapados, no hay dedazo, el Presidente no nombra a su sucesor y va a ser el pueblo».
Demagogia aparte, lo que rememoró ayer el Presidente parece una respuesta a las expresiones públicas de apoyo y de cargada que han empezado a surgir entre la cúpula morenista y de la 4T, con pronunciamientos de apoyo a Claudia Sheinbaum de la gobernadora Layda Sansores, de José Ramiro López Obrador o del Grupo Tabasco que coordina el director del Fonatur, Javier May. ¿Será que López Obrador les está diciendo a los acelerados que ya promueven la cargada o la bufalada en favor de la doctora que él no tiene «corcholata» favorita? O tal vez también les está diciendo a los acelerados que no se equivoquen porque su decisión final aún no está tomada, por más que el corazón le gane o que muchos quieran interpretar sus afectos y desafectos.
En todo caso, vale la pena que los morenistas y los integrantes de la 4T tomen nota del ejemplo que les puso ayer el Presidente que, sin decirlo textualmente, pareció mandar muy claro el mensaje: Cuando todos pensaron, empezando por él mismo, que Mario Moya Palencia era el «favorito» y nadie veía a otro posible sucesor de Echeverría, éste volteó de cabeza la sucesión cuando eligió a López Portillo. El que quiera entender, que entienda y el que no, que decida con el corazón y no con el cerebro, como la reina roja de Campeche.