Hace algunos días puse un chascarrillo en mi twitter y en él me referí a quienes tienen algún impedimento físico como “discapacitados”. De inmediato, vino una pequeña andanada de invectivas en mi contra porque me había atrevido a usar ese término, en lugar de la advocación que, me decían, era la correcta: “personas con discapacidad”.
Yo respondí a los señalamientos -algunos de ellos francamente insultantes, como se ha hecho perniciosa costumbre en las redes- aduciendo que, aunque los había nombrado de una manera que cierta gente consideraba incorrecta, lo cierto era que durante toda mi carrera profesional siempre he procurado guardar el mayor respeto hacia quienes tienen algún tipo de desventaja, ya sea orgánica, física, mental o social.
Esa razón no valió para mis censores, y les pregunté varias veces, sin obtener respuesta alguna en ese sentido, si para ellos era más importante la nomenclatura que las acciones. O más bien me dejaron entender que sí, que si no los nombraba de la manera políticamente correcta, de nada valía lo que pudiera hacer en su favor.
En lo personal y como lingüista, no creo que tengamos que caer en eufemismos para dirigirnos a ciertos grupos sociales o tipos de individuos. A mí me gusta llamarle ciegos a los invidentes, y viejos a las personas con juventud acumulada.
(Recuerdo que el gran poeta y periodista Renato Leduc, si me perdonan el símil, decía que a él le daba mucha pena decir la palabra “pompis”, que se le hacía vulgar y ridícula, cuando existía la sana y castiza expresión “nalgas”).
No pude convencer a mis furibundos acusadores, que ante mis argumentos fueron subiendo de tono hasta llamarme insensible, racista, necio… clasista, oligarca, adversario -ah no, estos tres últimos son de otra parte, ya saben de quién-, y culminaron con francas groserías volcadas contra mi persona y contra algunas otras de mi ascendencia directa.
A veces, con la intención de evitar palabras que pueden resultar ofensivas, terminamos por hacer más evidente una especie de discriminación pasiva. Sucede con los gringos, que han terminado por culpabilizar la palabra “negro” para referirse a las personas de color que durante los dos primeros siglos de su historia como país trataron de la forma más despectiva, injusta e inhumana. Es tanto su complejo de culpa, que ahora les dicen, comedidamente, “afroamericanos”, aunque no faltan muchos sureños y los WASP tipo Trump (White, Anglo-Saxon, Protestant) que siguen pensando que son inferiores y hay que regresar al apartheid.
Un argumento último en favor de lo que opino respecto de las nominaciones viene de algunos mexicanos de prosapia que han sido sumamente respetuosos de la esencia del nacionalismo, y que desdeñaban usar la palabra “indígenas” para dirigirse con una conmiseración hipócrita a los “indios”, tan vapuleados desde la conquista de Cortés hasta nuestros días. Ellos fueron el escritor Eraclio Zepeda y el antropólogo Fernando Benítez, autor por cierto de la obra más completa y valiosa sobre los grupos prehispánicos: Los indios de México.