Maximiliano Robespierre fue un personaje de gran protagonismo durante los álgidos días de la Revolución Francesa; dice parte de su biografía que fue “orador, abogado, escritor, y político, apodado “el incorruptible”. Previo al Movimiento revolucionario se desempeñó como juez, y como abogado se popularizó su dedicación por atender a los más necesitados y por su tenaz oposición a instaurar la pena de muerte. Fue electo diputado representando al Tercer Estado (al pueblo) y evolucionó hasta convertirse en líder del Comité de Salud Pública desde donde inauguró un periodo de terror, pues en pleno contraste con sus inicios en la lucha instauró la pena de muerte como método para deshacerse de sus adversarios. A aquel defensor de las causas populares, promotor de beneficios sociales para los más desprotegidos, las incidencias de la Revolución lo convirtieron en un dirigente autoritario, a quien por sus excesos aplicaron la Ley del Talión pues también cayó víctima de la violencia y fue decapitado. Robespierre es autor de “La teoría del gobierno revolucionario”, un libelo en el cual teorizó sobre los cambios de un régimen a otro supuestamente mejor: “El principio del gobierno constitucional es conservar la República; la del gobierno revolucionario es fundarla… Bajo el régimen constitucional es suficiente con proteger a los individuos de los abusos del poder público; bajo el régimen revolucionario, el propio poder público está obligado a defenderse contra todas las facciones que le ataquen. El gobierno revolucionario debe a los buenos ciudadanos toda la protección nacional; a los enemigos del pueblo no les debe sino la muerte». Aunque sin esos excesos, es justamente lo que venimos observando en la vorágine legisladora implementada por MORENA en el Congreso de la Unión, para empezar desapareciendo de la Constitución General los elementos de defensa del individuo contra actos del poder público.
En sus inicios, el planteamiento reformador de Venustiano Carranza se motivaba en reformar la Constitución de 1857, ponerla al día, una reforma meramente cosmética, pero el espíritu de la Revolución empujo al Constituyente de 1917 a diseñar un nuevo texto constitucional en el cual destacaron con acentuado acento revolucionario los artículo tercero, el 27, el 28, el 115 y el 123, o sea la educación, la propiedad de la nación, la autonomía municipal y la defensa de los derechos del trabajador, aunque en realidad las circunstancias sociopolíticas y económicas no permitieron concretarlos de inmediato la plasticidad política del régimen de gobierno propicio poco a poco su cristalización. De inicio arribó a las instancias gubernativas una nueva clase política nutrida con elementos surgidos del movimiento revolucionario (militares, líderes campesinos y obreros, principalmente), hasta que en 1946 “la Revolución se bajó del caballo” con la llegada de civiles (1946) a la cúpula del poder y así “subirse a un Cadillac”, como se decía durante el gobierno de Miguel Alemán Valdés. Ese régimen político evolucionó democráticamente con mucha penosa lentitud, pues fue a partir de la década de los años 90 del siglo XX cuando se operó un impulso mas decidido al crearse instituciones con autonomía propia para servir de contrapeso al poder público, principalmente a la presidencia de la república que por su excesiva concentración de poder fue calificada como “presidencia imperial”. Ahora somos testigos de la turbulenta fiebre legislativa operada por la mayoría de MORENA en el Congreso federal, derrumbando diques de contrapeso, depreciando al Poder Judicial y desapareciendo órganos creados para el equilibrio entre poderes, lo cual nos lleva de regreso a un pasado que creíamos superado. Esa, por supuesto, no es buena señal para una sociedad que se mantiene dormida y despertar será decepcionante.