Por: Julia Santibáñez
Para forzar el músculo entre mis piernas usaste tus dieciocho. La boca infantil fue tu objeto de placer. Y advertiste: “No digas nada, nadie te va a creer”. Por largo tiempo fingí que lo olvidaba. Al fin, con veinticuatro, lo trabajé en terapia.
Tenía ocho años. Y humillación. Miedo. Desorden. Aunque varias veces me dolió tu sangre al percutir donde no debía, donde no entendía, me fue imposible acusarte. Cargué sola con esa plancha de cemento sobre el tórax.
Fui el eslabón más débil de la cadena: mamá, papá, cuatro hermanos. Yo, la menor.
Tenía ocho años. Con bota severa pisoteaste mi ingenuidad. La visible. La invisible.
Alguien tal vez habría notado que en mis ojos se alojó la turbulencia. Nadie lo vio. Replegada, me hice “tan solitaria como la hierba”, en palabras de Sylvia Plath.
Tenía ocho años, me correspondía ser inabarcable. Tus planes eran otros.
Un resultado del desamparo fue encontrar los libros. Se me enadentraron, un hogar con muros de piedra. Entre ellos estuve segura, pero como escribe Diana del Ángel, “aunque sonrías […] detrás de tu sonrisa estará esa vergüenza y tu cuerpo será siempre el de esa niña, abierta a destiempo”.
Tenía ocho años. Nada pudo atraerte de mí, sólo el tamaño. Y no fui la única. Quién de nosotras permaneció ilesa alrededor tuyo, si aplastarnos era tu vocación: alumnas, primas, tu hermana. Te di ocasión de disculparte, de nuevo no. Ojalá que tengas culpa.
Taladrante culpa.
Con los libros vino la escritura, ensartar una palabra tras otra para poner en el mundo una mínima belleza, que antes no existía. Ese juego se volvió mi oficio. Me sentí fuerte. “Cuando estás en el infierno, no puedes escribir o contar nada: tampoco puedes dibujar o inventar, porque estás demasiado ocupado en estar en ese infierno”, dice Neige Sinno. Hoy narro esto gracias a que escapé del pisoteo y me armé de palabras. Cargo secuelas, pero rompí el círculo.
Mi cuerpo era propiedad privada. Debía serlo. Tenía ocho años.
Yo también guardé el secreto familiar. Papá murió durante mi adolescencia y nunca lo supo. Ya adulta lo hablé con mis hermanos, Fernando y Lucy. Si bien me arroparon, no hice pública la agresión para proteger a mi madre del escándalo en su casa (suena absurdo, lo es). Ahora que papá, mamá, Lucía y Fer están muertos, cuando el único familiar vivo de mi núcleo es quien me desgarró la piel y la autoestima, enmiendo el daño de la infancia. Hoy rompo el pacto de silencio para que sepas, Felipe: hay consecuencias.
Tenía ocho años. Jamás pensaste que iba a crecer.
Como reparación, esta mujer adulta acompaña a la niña que fui, para que juntas tengan el coraje de gritar en el marco del #8M: hermano, lo que hiciste se llama violación. Te hablo a ti, Felipe Santibáñez Escobar.