Estamos hablando idiomas diferentes. No me refiero al castellano sino a los significados que cobran las palabras según quién las pronuncia y quién las oye. El mundo de las redes, por ejemplo, se ha convertido en una Torre de Babel donde se amplifica el vocerío pero no las ideas: las ideas, digo, no las consignas ni los insultos. Es el mundo de las emociones y el triunfo de lo efímero: nada perdura, nada se arraiga, nada prospera, excepto una vaga ilusión de sumar números en una huidiza aritmética social.
Asignar significados es una de las mayores ambiciones del poder. En los libros de texto se dice, con razón, que para establecer un curso de acción determinado primero hay que ganar los argumentos. Una vez que los involucrados han hecho suyas las palabras y sus contenidos sustantivos, la acción política puede volverse maniquea. No antes ni de otro modo. Pero entre tanto, la batalla puede volverse un diálogo de sordos completamente estéril o, como estamos atestiguando, un intercambio de voces que se gritan desde distintas azoteas, inútilmente.
Cuando se pronuncia la palabra democracia, por ejemplo, se entienden cosas diferentes. Para unos es pluralidad y para otros, mayoría. Para unos es el régimen que se construye cada día mediante la deliberación, la representación política, la solución pacífica de los conflictos, el respeto a las reglas del juego establecidas y el refrendo de las instituciones encargadas de darles validez. Para otros, la democracia es el poder del pueblo organizado, que puede expresarse de cualquier manera y decidir cualquier cosa y en cualquier momento. Así, mientras unos pugnan por la defensa de las instituciones que consideran democráticas otros las ven como un obstáculo que debe derribarse.
La acción política es otro ejemplo de esta confusión. Cuando se habla de política la mayoría entiende solo dos cosas: partidos y gobiernos. Incluso para personas ilustradas (me consta), es difícil entender que la política es la organización civilizada de la convivencia y que no puede ni debe ser el monopolio de quienes compiten por los cargos públicos y luego los detentan. Pero así lo ven algunos: cuando hablan de política piensan en partidos y elecciones. Otros, entienden la acción política como una batalla permanente entre dos bandos irreconciliables: los que respaldan el proyecto histórico hegemónico y los que impiden su realización total.
Puedo seguir poniendo ejemplos. Pero mi punto es que estamos hablando idiomas diferentes y que no hay ni habrá forma de entendernos. Confieso que todas las veces que he firmado desplegados para oponerme o para persuadir al presidente o a los suyos de modificar alguna decisión, lo he hecho por convicción y solidaridad, pero a sabiendas de que no seremos escuchados sino que, por el contrario, seremos desechados porque partimos de significados enfrentados: defendemos lo que la contraparte ataca y no existe posibilidad alguna de tender puentes para comprendernos, aún usando palabras exactamente iguales y persiguiendo causas sociales similares.
Es imposible, porque el presidente y los suyos están sinceramente convencidos de estar encabezando una revolución histórica (la 4T) que, entre otras cosas, necesita arrasar con los significados previos de las palabras para imponer los propios. Soberanía, política, democracia, desarrollo, igualdad, derechos, federalismo, gobierno, instituciones, pueblo no pueden significar lo mismo ni leerse como antes porque, para ellos, la rebelión electoral del 2018 y la mayoría que eventualmente podrían refrendar en el 2021, no son episodios sujetos al periodo establecido, sino el cimiento de una revolución con un destino fatalmente decidido. Por eso las palabras significan otra cosa; y si esto no se entiende, no se entiende nada.
Investigador de la Universidad de Guadalajara.