La muerte del expresidente Luis Echeverría ha traído a la memoria los años del presidencialismo populista del siglo XX y ha vuelto a poner sobre la mesa las comparaciones entre los gobiernos de la “Docena Trágica” —Echeverría y López Portillo— y el actual, pues muchos analistas insisten en subrayar su parecido. Yo disiento: aunque la envoltura es similar, el contenido es muy distinto. Más allá de la semejanza demagógica entre López Obrador y Echeverría, no encuentro asideros suficientes para identificarlos.
De entrada, Echeverría hizo toda su carrera al amparo del régimen que lo encumbró, mientras que López Obrador la construyó desde la oposición. Me consta que AMLO no se sometió a las reglas del sistema ni siquiera cuando presidió el PRI de Tabasco: Echeverría obedeció siempre, mientras que López Obrador se rebeló siempre. Es verdad que cuando el primero asumió la Presidencia el país descubrió con asombro que el burócrata disciplinado y fiel escondía un volcán de palabras y ambiciones que hizo erupción tan pronto como la banda presidencial cruzó su pecho. Pero el origen es destino y Echeverría acabó honrando el sistema al que se debía —hasta el extremo de imponer elecciones con un solo candidato en los comicios del 76—, mientras que López Obrador se ha propuesto devastar el régimen que lo llevó al poder.
Cuando Luis Echeverría llegó a la Presidencia todos los poderes públicos (con excepciones insignificantes) pertenecían a su partido, mientras que López Obrador encarnó la tercera alternancia de la nueva etapa política de México, con un partido creado apenas cuatro años antes. Para gobernar, aquél echó mano de todo el aparato institucional que lo apoyaba por su sola investidura y emprendió la doble ruta de sumar o de sumir —con el método de repartir o reprimir— a los grupos de izquierda que habían desafiado a Díaz Ordaz, su predecesor y su mentor, al final de los sesentas. En cambio, López Obrador ha buscado construir su propio aparato de poder al margen de las instituciones y sobre la base única del apoyo popular que lo respalda.
El presidente Echeverría usó el dinero público como si fuera inagotable y creó instituciones como rey Midas, además de comprar empresas de toda índole para sumarlas al patrimonio del Estado. El que corrió de 1970 a 1982 fue el periodo más manirroto de la historia mexicana: solo durante el gobierno de Luis Echeverría la administración federal pasó de 700 mil a 1 millón 200 mil empleados y para enero de 1977, los organismos públicos desconcentrados y descentralizados ya formaban un conglomerado de 798 entidades financiadas por el erario. El presidente recién fallecido repartió en su momento puestos y presupuestos como si fueran chicles, mientras que López Obrador ha recortado todo lo que ha podido en aras de lo que él llama la austeridad republicana.
Se parecen, sí, en el discurso populista, anticolonialista y latinoamericano. Todavía se recuerda a la compañera María Esther —como la llamaba su marido— vestida con huipiles y aún hay ecos del liderazgo que intentó asumir entre los Países No Alineados en la guerra fría. Decían que parecía incansable; recorrió varias veces el territorio del país en giras plagadas de palabras, promesas y dinero repartido para llevar a México “Arriba y Adelante”; y fue también el protagonista indiscutible y el adalid de todas las batallas. El estilo personal de gobernar —como le llamó Cosío Villegas— residía en su egolatría: tampoco se equivocaba ni rectificaba nunca.
Con todo, aquél era el país de un aparato hegemónico en el que el presidente era, al mismo tiempo, el amo y el esclavo temporal de sus rutinas. El que hoy vivimos es, en cambio, el país de un solo hombre que está escribiendo sobre una hoja apenas pergeñada.