viernes, mayo 3, 2024

«Diana, la cazadora de estrellas»

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En 1942, siendo presidente de México don Manuel Ávila Camacho, se colocó en el Paseo de la Reforma de la Gran Ciudad de México una extraordinaria escultura de corte clásico, su nombre oficial fue “La Fuente de la Flechadora de las Estrellas”. Se trata de una escultura de 7 metros de alto tallada en bronce, cuyo proyecto del arquitecto Vicente Mendiola y esculpida por Juan Fernando Olaguibel. Unos meses después de su colocación en uno de los sitios de mayor renombre de la Gran Tenochtitlán un enjambre de “las buenas conciencias” protestó airadamente por la desnudez de La Diana, como coloquialmente se le empezó a conocer, para calmar esas hipócritas manifestaciones el gobierno decidió que era necesario y conveniente colocarle un calzón a la escultura. Pero accidentalmente se dañó la estatua y tuvo que fundirse otro ejemplar, es el que observamos actualmente, porque el original fue instalado en Ixmiquilpan, Hgo, porque el Regente del Distrito Federal de ese entonces era el general Alfonso Corona del Rosal, quien aprovechó la oportunidad y mandó la estatua a su tierra natal. Todo porque en aquellos años cuarenta para algunas mentes curtidas por la Vela Perpetua les parecía “impúdico” mostrar la desnudez de una mujer a cielo abierto.

José Ingenieros, fue un eminente psiquiatra y filósofo argentino, entre sus obras está “El hombre Mediocre” donde nos hereda parte de su patrimonio ideológico de indiscutible enseñanza pues contribuye a conocer mejor el mundo de las apariencias como lo decía Platón, aunque Ingenieros lo traduce más claramente: “el hombre mediocre es justo medio sin sospecharlo. Lo es por naturaleza, no por opinión; por carácter, no por accidente. En todo minuto de su vida, y en cualquier estado de ánimo, será siempre mediocre. Su rasgo característico, absolutamente inequívoco, es su deferencia por la opinión de los demás. No habla nunca, repite siempre. Juzga a los hombres como los oye juzgar. Reverencia a su más cruel adversario, si este se encumbra; desdeñará a su mejor amigo si nadie lo elogia. Su criterio carece de iniciativa.» José Ingenieros. p. 38

Los hipócritas » pondrían una hoja de parra en la mano de la Venus Medicea, como otrora injuriaron telas y estatuas para velar las más divinas desnudeces de Grecia y del renacimiento. Confunden la castísima armonía de la belleza plástica con la intensión obscena que los salta al contemplarla. No advierten que la perversidad está siempre en ellos, nunca en la obra de arte.

     «El pudor de los hipócritas es la peluca de su calvicie moral”. Ingenieros p. 81

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