Dicen que todo está bajo control pero sus decisiones son aterradoras: aun con la interpretación más indulgente, lo que tenemos a la vista es el hecho inobjetable de que el Ejército ha tomado el control de la seguridad pública de México porque no ven otra salida: sostienen que las policías no pueden ofrecerla. Nos hemos distraído poniéndole nombre a esta transformación —militarismo, militarización, fascismo— y debatiendo sus implicaciones, pero el hecho puro y duro es que vivimos en peligro. De lo contrario no necesitaríamos al Ejército.
De otra parte, el presidente ha defendido con vehemencia la prisión preventiva oficiosa que alentó Felipe Calderón en el 2008. Ha dicho que si la Corte la suprime o la condiciona, la inseguridad del país aumentaría exponencialmente; que se dejaría en libertad a decenas de miles de criminales y que es imperativo empoderar a las fiscalías para que puedan encerrar a cualquier persona acusada de cometer delitos graves (aun sin pruebas); ha repetido hasta el cansancio que no confía en los jueces pero sí en la honestidad y la eficacia de las fuerzas armadas; y ha dicho muchas veces que entre la ley y la justicia, prefiere la justicia. En suma, mejor la mano dura que la duda: el Ejército a las calles y los detenidos a la cárcel. Punto.
De buena fe —sin pleitos ni estridencias— pregunto: ¿cuál es el destino de un país cuyo gobierno no sólo desconfía de sus policías y de sus jueces sino que opta por suplirlos y controlarlos con soldados? Ya conozco el manido argumento de que este problema viene del pasado y además estoy de acuerdo; pero el gobierno actual tampoco ha hecho casi nada por fortalecer a los cuerpos policíacos del país. El presidente ha dicho que cambió de opinión respecto el papel que desempeñarían las fuerzas armadas cuando advirtió la magnitud del desafío, pero lo cierto es que había imaginado y propuesto la creación de la Guardia Nacional, echando mano del Ejército y de la Marina, desde antes de ganar las elecciones (confróntese: 2018. La salida, p. 258).
No hace mucho confesó que habría deseado una renovación (casi) completa del Poder Judicial y que en algún momento consideró proponer una iniciativa de reforma con ese propósito, pero que optó por dejar esa tarea a las y los ministros que él mismo fue postulando al cargo y luego soltó: “me equivoqué”. Como sea, el titular del Ejecutivo desconfía del Poder Judicial y lo ha descalificado con tenacidad. De modo que tampoco ha estado dispuesto a someter a las fuerzas armadas al control de la justicia ordinaria: los soldados de cualquier arma y jerarquía seguirán siendo juzgados por tribunales militares. Los presuntos civiles delincuentes —cualquiera que sea detenido por la policía e imputado por el ministerio público— irán a la cárcel preventiva, mientras que la tropa gozará del fuero que protege sus funciones.
Sumo dos más dos y el resultado es ominoso: cada vez habrá menos policías y cada día habrá más soldados, supliendo esa función; los acusados de haber cometido algún delito grave irán a la cárcel preventiva (casi) automática; y el sistema judicial, cada vez más débil y cada vez más rebasado, no podrá contrarrestar las decisiones de los militares ni juzgarlos por ningún delito. Todo lo anterior se ha venido justificando una y otra vez con el mismo argumento: porque no hay otra salida (dicen) al clima de violencia que está viviendo México y porque no hay policías ni jueces que puedan evitarlo: hay soldados.
Cada quien podrá elegir el nombre que prefiera para describir esta secuencia horrible, que se presenta como fatalidad. Pero nadie podrá negar que ya está sucediendo: ya empezó. Lo que nadie sabe a ciencia cierta es dónde terminará ni cuánto tiempo tomará volver, literalmente, a la civilidad perdida.