La semana pasada, la Universidad de Guadalajara (UdeG, la segunda más importante del país, después de la UNAM) protagonizó dos episodios que describen la compleja e inevitable relación entre la clase política y la comunidad científica. Una relación de amor/odio entre los liderazgos visibles de ambos grupos, que acaba imponiéndose y marcando el trabajo de investigación, docencia, divulgación y extensión que se realiza todos los días en los campus universitarios.
El primero de esos episodios fue la venturosa aprobación de una reforma a la Constitución de Jalisco, que habrá de garantizarle a la UdeG un monto equivalente al 5 por ciento del presupuesto estatal anual, en aras de afirmar su autonomía. El segundo, verificado un día después, fue la airada renuncia de María Elena Álvarez Buylla a la Academia Mexicana de Ciencias (AMC), luego de que esta publicara, con el sello de esa misma casa de estudios, un libro intitulado: “Propuestas y reflexiones sobre el futuro de la política de ciencia, tecnología e innovación en México”. Uno cierra —o eso creemos y deseamos— un largo periodo de conflictos entre el gobernador Enrique Alfaro y el rector Ricardo Villanueva, que puso en jaque el futuro de la universidad tapatía, mientras que el otro reabre las heridas de la enconada ofensiva —que muchos creíamos concluida— de la directora actual del Conahcyt contra el grupo que dirigió el Conacyt (sin hache) hasta 2018.
No hay ninguna conexión aparente entre ambos episodios, excepto su impacto inexorable en la comunidad académica. Que la UdeG pueda contar con garantías constitucionales sobre el monto de su presupuesto, sin someterse a los vaivenes de la política local, es una magnífica noticia y una decisión que valdría la pena replicar para el resto de las universidades públicas, incluyendo a la UNAM. Lo es, también, que la condición de esa reforma haya sido que la dirigencia universitaria utilice esos recursos con la más absoluta transparencia, vigilancia y probidad y que emplee su autonomía para dignificar y potenciar el trabajo de su comunidad académica y nada más.
En cambio, la nueva rabieta de la doctora Álvarez Buylla corre por el camino opuesto: en el libro compilado por Enrique Cabrero (exdirector de Conacyt y actual director del Instituto de Investigación en Políticas Públicas y Gobierno de la UdeG) y José A. Seade Kuri (presidente de la AMC), se publican dos textos colectivos y doce contribuciones individuales, que proponen (aprovechando los debates que habrá durante el año electoral) revisar la política de ciencia, tecnología e innovación del presidente López Obrador. Los textos colectivos están firmados por la propia AMC y por la Red ProCiencia Mx, que desde su fundación han sido organizaciones críticas, pero sinceramente comprometidas con la formación universitaria de la más alta calidad y con la libertad de pensamiento, cátedra e investigación, que son derechos humanos internacionales.
Enfadada más por la autoría de ese volumen que por sus contenidos, la doctora Álvarez Buylla no sólo decidió desoír e ignorar las propuestas de ese grupo de científicos, sino que además optó por descalificar con iracundia a quienes las formulan y abandonar su membresía a la academia que reúne a las y los científicos de todas las áreas del conocimiento.
Es imposible prever cuáles serán las consecuencias políticas que deberá afrontar la UdeG tras esta nueva manifestación de intolerancia de quien encabeza el Conahcyt. Tampoco es seguro que la reconciliación de esa casa de estudios con los poderes públicos de Jalisco la ponga a salvo de nuevos vaivenes políticos. Pero a estas alturas, debería ser obvio que ni el poder debe meterse a la universidad, ni la universidad a la conquista del poder. Cada chango a su mecate.