Circula por las redes una curiosa disertación acerca de la “generación de oro”, así calificada por sus hacedores para hacernos recordar que quienes ahora tienen 50 años vivieron en la dorada era de la cual el relator habla acerca del debido respeto hacia los padres y a los maestros, en sublime mensaje de que los tiempos pasados fueron mejores a los de ahora. Sin embargo, escapa a quienes diseñaron esa nostálgica referencia, en cuál mundo colocan a quienes ya son sesentones, septuagenarios u octogenarios, pues en su lógica habrían vivido en mejores condiciones, lo cual dista sideralmente de la realidad. Otro detalle que se les escapa radica en la interrogante: ¿qué hicimos para permitir que ese conjunto de hermoso ramillete de buenas conductas y purificados juegos infantiles se perdiera? Porque, en todo caso, más que presumir de “generación de oro”, debemos admitir que en nuestra radiante juventud hicimos a un lado la responsabilidad de conservarlas y que fuimos irresponsablemente omisos pues, acaso ¿no somos los padres de las nuevas generaciones? O ¿a qué o quién le atribuimos la culpa? A nosotros correspondió elegir a nuestros gobernantes o, en todo caso, no supimos evitar ni detener el acontecer de los malos gobiernos. Pero es positivo el intento, porque auspicia la nostalgia en estos días de celebración social colectiva y de buenos deseos hacia el prójimo, vale porque despierta el recuerdo de los tiempos idos, “recordar es vivir”, es frase con mucho sentido. Pero, “la vida es un sueño, y los sueños, sueños son”, cantaba Benavente, acaso para recordarnos la condición perecedera de nuestro ser y que solo somos peregrinos en esta dimensión, aunque tomar conciencia de esto provoca casi siempre la insoportable levedad del ser que pinta en su emblemática novela Milán Kundera: “Cuanto más pesada sea la carga, más a ras de tierra estará nuestra vida, más real y verdadera será”. Pero, ¿qué es lo real y verdadero de nuestra vida? ¿a quién corresponde calificarlo? He allí el dilema. Ahora que estamos a punto de dar vuelta a la hoja del calendario, acostumbramos formular, nuevos o los mismos propósitos, los más comprobadamente incumplidos porque se corresponde con la naturaleza humana, siempre condicionada por las vicisitudes que la realidad opone. Hoy es el último día de 2022, fecha convencional sin duda, pero nos sirve para recordar que hace 365 días, tras los días dramáticos de fatigosa pandemia, aguardábamos esperanzados al año que hoy concluye. Para no perder la costumbre, ahora, con más bagaje de vida a cuestas, queremos descifrar la incógnita que representa el 2023 con renovada esperanza, porque es “lo último que muere”. Cada quien hace la evaluación correspondiente y en ese balance caben por igual lo positivo o negativo de la ocurrencia personal, familiar y de nuestras relaciones laborales y sociales. Quizás el resultado abrume nuestras conciencias y hasta deprima el ánimo, pero forma parte intrínseca de nuestra existencia, que luciría vacía en ausencia de retos para la superación personal y familiar; a nadie conviene, ni sirve, un universo de mediocridades, solo la superación de los retos alimenta el intenso significado de la vida, la fruición de vivir tiene en la esperanza el motor que la dinamiza, es como el faro que guía nuestro caminar por los senderos de la vida. Bienvenido 2023.