Tras meses de confinamiento, este fin de semana decidimos escaparnos a la playa. Las razones eran dos: el clima era inmejorable y se trataba de domingo aún lejano del periodo vacacional de Semana Santa, así que la apuesta era por un espacio poco concurrido, visitado acaso por unas cuantas familias. Pero no, ¡Chachalacas estaba a reventar!
El sol ya calaba fuerte a las diez de la mañana y los escasos kilómetros de playa que llevan del poblado a las dunas estaba lleno de personas, de todas las edades y de muchos lugares de origen. Las palapas estaban listas para abastecer a cientos, tal vez miles de personas, que tal vez apostaron a lo mismo, que no habría tanta gente.
En los balnearios, sobre todos los que tienen lugares reservados para acampar, no cabía un auto más. Sobre la pequeña serpiente de arena, decenas de autobuses hacían maniobras para estacionarse ahí por horas, mientras los visitantes descendían por racimos y avanzaban a tropel hacia el mar.
Como muchos, llegamos con nuestras propias provisiones, a fin de evitar el contacto con otras personas. Escogimos un lugar y mantuvimos sana de distancia de otras tantas familias. Chachalacas parecía un refugio en medio de la psicosis, en los que no había el menor indicio de la pandemia: ninguna mascarilla y acaso los prestadores de servicios y vendedores ambulantes eran los únicos que usaban cubrebocas.
Y entonces, la playa de Chachalacas, como muchas otras, se convirtió en un universo de contradicciones. Mientras cientos de personas vagaban despreocupadas por la orilla del mar, muchas más se encontraban confinadas en sus casas esperando que pase la segunda ola de contagios.
¿Por qué tenemos una visión tan distinta del virus? ¿Por qué a unos nos expulsa y a otros nos encierra? ¿Cuál es la razón por la que unos temen más que otros? ¿Qué nos mueve a desafiar el destino y a la enfermedad: el hastío del claustro, la necesidad de la diversión, la indiferencia ante la tragedia de otros? Tal vez todas.
Ahí, frente a esa sociedad harta de la pandemia, con una conducta irresponsable para muchos –los focos de contagio son precisamente estos conglomerados en busca de esparcimiento-, está la otra realidad, la de cientos de familia que han recuperado su actividad económica y la forma de sobrevivir, aún con la amenaza a cuestas.
Por horas se podía observar el caminar incesante de decenas de niños, jóvenes y adultos con una cantidad de productos inimaginable. Tras de ellos, familias completas con sus hijos y mascotas. Y como ellos, veo a mis hijas libres por primera vez en meses; las veo felices en su ignorancia de no saber lo que pasa en el resto del mundo, de lo que pasará en el nuestro. Para ellas la vida se reduce a ese momento tan efímero como perdurable.
Y me invade la avasallante contradicción. ¿Es mejor quedarse en casa, llevando el cuidado al exceso a la espera de que el virus no nos alcance o correr el riesgo de arrebatarle al destino un trozo de alegría? ¿Qué hacemos con ese sentimiento de ver a la gente trabajando para subsistir? Para ellos no hay opción: si no trabajan no sobrevivirán porque los medios no están a su alcance. Hay que ganarlos cada día. Es evidente que al menos este domingo, muchos decidieron por lo segundo.
Entrada la tarde, con el sol encendido y feneciente, con el mar en calma, terminaba la fiesta como en la calle de Serrat. Vendrán los días de vacaciones. Las playas lucirán como si el virus respetara esa frontera invisible y cálida. Y no sabremos quienes se irán de ahí con el virus en sus entrañas a alimentar la tercera ola de contagios.
La pandemia no nos ha cambiado; acaso sólo ha mostrado nuestra propia naturaleza.
Las del estribo…
- El gobernador del Estado dijo que “la ciudadanía no pueden (sic) hacer más que lo que la ley les prohíbe”, en abierta defensa a su derecho a la información… y al ridículo.
- El caso de los tres estudiantes cubanos que habrían desaparecido en Veracruz no fue sino otro acto de escapismo. Pueden desaparecer en cualquier lugar, ¡pero siempre aparecen en Estados Unidos!