Rolando Cordera Campos
febrero 03, 2022 | 2:25 am hrs
A Julia Carabias, defensora militante de los recursos naturales, académica comprometida, promotora del desarrollo sostenible
La callada ha sido siempre la forma preferida del poder para resolver divergencias (auto)consideradas impertinentes. Así ocurrió por muchos años con el reclamo democrático que, en sus primeros momentos, fue sobre todo una exigencia de respeto por la Constitución misma. Y así ha ocurrido con la cuestión social y el mal desempeño económico que han marcado los últimos años del siglo pasado y los primeros del actual. Brilla por su ausencia la reflexión crítica, y el debate es arrinconado a los salones donde “distraídamente” se reúnen los capitanes de empresa y, de vez en vez, acuden a su llamado uno que otro funcionario considerado responsable de la gestión económica o de la política social.
De los resultados de esos conciliábulos poco se sabe ni se tienen mayores noticias. Es una indiferencia “sistémica” que ahora se usa de respuesta a las mil y una llamadas al gobierno para que modifique su enfoque de política económica y haga algo de política anticíclica.
Lo mismo puede decirse de las convocatorias a hacer política industrial, lanzadas desde la propia Confederación de Cámaras Industriales o el Instituto de Desarrollo Industrial y Crecimiento. La mejor política industrial sigue siendo la que no hay, como rezaba el credo neoliberal.
Para visitar la lingua franca, acuñada por el Presidente y sus aficiones, podemos decir que en esas y otras materias aledañas el score es de cero hits y cero carreras. Y así el gobierno sigue su marcha para coronar su Cuarta Transformación con la consolidación de un nuevo régimen político sin la presencia de organismos autónomos, en su mirada, innecesarios. Y sin incurrir en más deuda, a costa del gasto y la inversión públicos.
Aparte de la discusión fundamental sobre si esos planes y proyectos que intuimos son la inspiración de la conducción del Estado del presidente y su gobierno, habría que preguntarnos si es imaginable un régimen con una plataforma económica fracturada y endeble, incapaz de ofrecer empleos decentes, con un dinamismo y una diversificación productiva que nos habiliten para participar favorablemente en el veleidoso mundo abierto por las crisis, el desplome de la salud y dominado por una severa e inclemente ola de incertidumbre y temor.
La respuesta tendría que ser que no; que tal y como funciona desde hace poco más de treinta años la formación económica mexicana no puede, no ha podido, responder con eficacia a esos retos y carencias, emanados de una cuestión social oprimida por la pobreza de masas y la desigualdad aguda.
Encarar estos desafíos, debería ser materia principal de las deliberaciones en el Congreso, de diálogos permanentes entre la empresa, el gobierno y la academia; un conjunto humano y de talento que a pesar de todas las vicisitudes por las que ha transitado ha podido crecer y, en muchas materias, destacar.
La economía es asignatura de curso obligado, tanto como la referente a la pobreza y la desigualdad millonarias, asentadas en las ciudades grandes y pequeñas de México. Ninguna, ni la economía ni la dura existencia social, parecen ser objeto de reclamo digno de ser oído y atendido por el poder del Estado.
Ningún cambio de orientación o rumbo, en opinión de los gobernantes, requiere hacerse en vista de la circunstancia económica y social del país, agravada por la pandemia y su secuela de desplome económico. Una omisión del poder y su política que no significa que la malhadada situación no traiga consigo una pesada y agresiva carga política en estado latente.
Los órganos colegiados representativos de Estado, junto con los partidos políticos, deberían hacerse cargo de esta enorme “disonancia cognitiva” entre las cosas del poder y las del deber. Negar la evidencia no es práctica legítima en un Estado democrático; tampoco en una sociedad cuyos extremos producen y reproducen mensajes ominosos, mientras los poderosos creen vivir en un renovado país de nunca jamás.